Page 72 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           todas partes, el aura de leyenda que doraba su presencia y a la cual no fue insensible ni la propia
           Úrsula, terminaron por convertirlo en un extraño. La última vez que estuvo en Macondo, y tomó
           una casa para sus tres concubinas, no se le vio en la suya sino dos o tres veces, cuando tuvo
           tiempo  de aceptar invitaciones a comer. Remedios, la bella, y los gemelos nacidos en plena
           guerra, apenas si lo conocían. Amaranta no lograba conciliar la imagen del hermano que pasó la
           adolescencia fabricando pescaditos de oro, con la del guerrero mítico que había interpuesto entre
           él y el resto de la humanidad una distancia de tres metros. Pero cuando se conoció la proximidad
           del armisticio y se pensó que él regresaba otra vez convertido en un ser humano, rescatado por
           fin para el corazón de los suyos, los afectos familiares aletargados por tanto tiempo renacieron
           con más fuerza que nunca.
              -Al fin -dijo Úrsula- tendremos otra vez un hombre en la casa.
              Amaranta fue la primera en sospechar que lo habían perdido para siempre. Una semana antes
           del armisticio, cuando él entró en la casa sin escolta, precedido por dos ordenanzas descalzos que
           depositaron en el corredor los aperos de la mula y el baúl de los versos, único saldo de su antiguo
           equipaje imperial, ella lo vio pasar frente al costurero y lo llamó. El coronel Aureliano Buendía
           pareció tener dificultad para reconocerla.
              -Soy Amaranta -dijo ella de buen humor, feliz de su regreso, y le mostró la mano con la venda
           negra-. Mira.
              El coronel Aureliano Buendía le hizo la misma sonrisa de la primera vez en que la vio con la
           venda, la remota mañana en que volvió a Macondo sentenciado a muerte.
              -¡Qué horror -dijo-, cómo se pasa el tiempo!
              El ejército regular tuvo que proteger la casa. Llegó vejado, escupido, acusado  de  haber
           recrudecido la guerra sólo para venderla más cara. Temblaba de fiebre y de frío y tenía otra vez
           las axilas empedradas de golondrinos. Seis meses antes, cuando oyó hablar del armisticio, Úrsula
           había abierto y barrido la alcoba nupcial, y había quemado mirra en los rincones, pensando que él
           regresaría dispuesto a envejecer despacio entre las enmohecidas muñecas de Remedios. Pero en
           realidad, en los dos últimos años él le había pagado sus cuotas finales a la vida, inclusive la del
           envejecimiento. Al pasar frente al taller de platería, que  Úrsula  había  preparado  con  especial
           diligencia, ni siquiera advirtió que las llaves estaban puestas en  el  candado.  No  percibió  los
           minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo había hecho en la casa, y que después de
           una ausencia tan prolongada habrían parecido un desastre a cualquier  hombre  que  conservara
           vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de
           telaraña en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas,
           ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia. Se
           sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que
           escampara,  y  permaneció toda la tarde viendo llover sobre las begonias. Úrsula comprendió
           entonces que no lo tendría en la casa por mucho tiempo. «Si no es la guerra -pensó- sólo puede
           ser  la  muerte.»  Fue  una suposición tan nítida, tan convincente, que la identificó como un
           presagio.
              Esa noche, en la cena, el supuesto Aureliano Segundo desmigajó el pan con la mano derecha y
           tomó la sopa con la izquierda. Su hermano gemelo, el supuesto José Arcadio Segundo, desmigajó
           el pan con la mano izquierda y tomó la sopa con la derecha. Era tan precisa la coordinación de
           sus movimientos que no parecían dos hermanos sentados el uno frente al otro, sino un artificio de
           espejos. El espectáculo que los gemelos habían concebido desde que tuvieron conciencia de ser
           iguales fue repetido en honor del recién llegado. Pero el coronel Aureliano Buendía no lo advirtió.
           Parecía tan ajeno a todo que ni siquiera se fijó en Remedios, la bella, que pasó desnuda hacia el
           dormitorio. Úrsula fue la única que se atrevió a perturbar su abstracción.
              -Si  has  de  irte  otra  vez  -le  dijo a mitad de la cena-, por lo menos trata de recordar cómo
           éramos esta noche.
              Entonces el coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que Úrsula era el único ser
           humano que había logrado desentrañar su miseria, y por primera vez en muchos anos se atrevió
           a mirarla a la cara. Tenía la piel cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color,
           y la mirada atónita. La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en que él
           tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo  iba  a  caerse  de  la  mesa,  y  la  encontró
           despedazada. En un instante descubrió los arañazos, los verdugones, las mataduras, las úlceras y
           cicatrices que había dejado en ella más de medio siglo de vida cotidiana, y comprobó que esos
           estragos  no  suscitaban  en  él ni siquiera un sentimiento de piedad. Hizo entonces un último


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