Page 53 - Antología2020mini_Neat
P. 53

Memorias de mis putas tristes

                  me pidió el cigarrillo de siempre, y le contesté lo mismo de siempre: Dejé de fumar
                  hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días. Al pasar frente a El
                  Alambre de Oro me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino
                  más viejo y peor vestido.


                  Poco antes de las diez abordé un taxi y le pedí al chofer que me llevara al
                  Cementerio Universal para que no supiera adonde iba en realidad. Me miró divertido
                  por el espejo, y me dijo: No me dé estos sustos, don sabio, ojalá Dios me mantuviera
                  tan vivo como a usted. Nos bajamos juntos frente al cementerio porque él no tenía
                  moneda suelta y tuvimos que cambiar en La Tumba, una cantina indigente donde
                  lloran a sus muertos los borrachitos de la madrugada. Cuando arreglamos cuentas el
                  chofer me dijo en serio: Tenga cuidado, don, que ya la casa de Rosa Cabarcas no
                  es ni sombra de lo que fue. No pude menos que darle las gracias, convencido como
                  todo el mundo de que no había ningún secreto bajo el cielo para los choferes del
                  paseo Colón.


                  Me adentré en un barrio de pobres que no tenía nada que ver con el que conocí en
                  mis tiempos. Eran las mismas calles amplias de arenas calientes, con casas de
                  puertas abiertas, paredes de tablas sin cepillar, techos de palma amarga y patios de
                  cascajo. Pero su gente había perdido el sosiego. En la mayoría de las casas había
                  parrandas de viernes cuyos bombos y  platillos repercutían en las entrañas.
                  Cualquiera podía entrar por cincuenta centavos en la fiesta que le gustara más, pero
                  también podía quedarse bailando de gorra en los sardineles. Yo caminaba ansioso
                  de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en
                  mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba sentado en el portón de una casa de
                  vecindad.


                  -Adiós, doctor -me gritó con todo el corazón-, ¡feliz polvo!

                  ¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para
                  recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna
                  de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me
                  hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se
                  convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.


                  No parecía la misma. Había sido la mama santa más discreta y por lo mismo la más
                  conocida. Una mujer de gran tamaño que queríamos coronar como sargenta de
                  bomberos, tanto por la corpulencia como por la eficacia para apagar las candelas de
                  la parroquia. Pero la soledad le había disminuido el cuerpo, le había avellanado la
                  piel y afilado la voz con tanto ingenio que parecía una niña vieja. De antes sólo le
                  quedaban los dientes perfectos, con uno que se había hecho forrar de oro por
                  coquetería. Guardaba un luto cerrado por el marido muerto a los cincuenta años de
                  vida común, y lo aumentó con una especie de bonete negro por la muerte del hijo
                  único que la ayudaba en sus entuertos. Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y
                  crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole.


                  La tienda tenía un foco macilento en el plafondo y casi nada para vender en los
                  armarios, que ni siquiera cumplían como pantalla de un negocio a voces que todo el
                  mundo conocía pero nadie reconocía. Rosa Cabarcas estaba despachando a un
                  cliente cuando entré en punta de pies. No sé si me desconoció de veras o si lo había
                  fingido por guardar las formas. Me senté en el escaño de espera mientras se








                                                           51
   48   49   50   51   52   53   54   55   56   57   58