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Memorias de mis putas tristes
desocupaba y traté de reconstruirla en la memoria como había sido. Más de dos
veces, cuando ambos estábamos enteros, también ella me había sacado de
espantos. Creo que me leyó el pensamiento, porque se volvió hacia mí y me
escudriñó con una intensidad alarmante. No te pasa el tiempo, suspiró con tristeza.
Yo quise halagarla: A ti sí, pero para bien. En serio, dijo ella, hasta te ha resucitado
un poco la cara de caballo muerto. Será porque cambié de comedero, le dije por
picardía. Ella se animó. Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de galeote, me
dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: Lo único distinto desde que no
nos vemos es que a veces me arde el culo. Su diagnóstico fue inmediato: Falta de
uso. Sólo lo tengo para lo que Dios lo hizo, le dije, pero era cierto que me ardía de
tiempo atrás, y siempre en luna llena. Rosa rebuscó en su cajón de sastre y destapó
una latita de una pomada verde que olía a linimento de árnica. Le dices a la niña que
te la unte con su dedito así, moviendo el índice con una elocuencia procaz. Le
repliqué que a Dios gracias todavía era capaz de defenderme sin untos guajiros. Ella
se burló: Ay, maestro, perdóname la vida.
Y fue a lo suyo.
La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien criada,
pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador
de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende
porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo:
Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una
fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó
ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña
un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la
compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra
es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por
adelantado. Así fue.
La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que
andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna
llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en
aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas
de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas
en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales,
había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo
para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba
en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la
vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la
puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla
descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo
estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez
fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.
No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña
dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su
madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por
una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde
de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían
sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello
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