Page 19 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Vamos a preguntar dónde queda la estación de autobuses —dije, en
                  cuanto salimos de la autopista—. Hay una línea regular a Zaragoza.
                         Era la hora de la siesta y había poca gente en las calles. Pasamos por
                  delante de un señor, de una pareja de jóvenes, y él no se detuvo a pedir infor-
                  mación.
                         — ¿Tú sabes dónde queda? —pregunté, después de un rato.

                         — ¿Dónde queda qué?
                         Él seguía sin prestar atención a lo que yo decía.

                         De repente entendí aquel silencio.  ¿De qué podía conversar con una
                  mujer que nunca se había aventurado por el mundo? ¿Qué interés podía tener
                  estar al lado de alguien que temía lo desconocido, que prefería un empleo se-
                  guro y un matrimonio convencional? Yo —pobre de mí— hablaba de los mis-
                  mos amigos de la infancia, de los mismos recuerdos polvorientos de un pueblo
                  insignificante. Era mi único tema.

                         — Me puedes dejar aquí mismo —dije cuando llegamos a lo que parecía
                  ser el centro de la ciudad. Trataba de mostrarme natural, pero me sentía estú-
                  pida, infantil y aburrida.

                         Él no detuvo el coche.
                         — Tengo que coger el autobús para regresar a Zaragoza —insistí.

                         — Nunca estuve aquí. No sé dónde queda mi hotel. No sé dónde tengo
                  que dar la conferencia. No sé dónde queda la estación de autobuses.
                         — Ya la encontraré, no te preocupes.
                         Disminuyó la velocidad, pero siguió conduciendo.

                         — Me gustaría... —dijo.

                         Por dos veces no consiguió terminar la frase. Yo imaginaba qué era lo
                  que le gustaría: agradecer mi compañía, mandar recuerdos a los amigos y, de
                  esa manera, aliviar aquella sensación desagradable.
                         — Me gustaría que fueses conmigo a la conferencia de esta noche—dijo
                  por fin.

                         Me llevé un susto. Quizá estuviese tratando de ganar tiempo para repa-
                  rar el incómodo silencio del viaje.

                         — Me gustaría mucho que fueses conmigo —repitió.
                         Yo podía ser una muchacha de provincias, sin grandes historias que
                  contar, sin el brillo y la presencia de las mujeres de la ciudad. Pero la vida de
                  provincias, aunque no haga a la mujer más elegante o mejor preparada, le en-
                  seña a escuchar el corazón, a entender sus instintos.

                         Para mi sorpresa, el instinto me decía que él estaba siendo sincero.
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