Page 24 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Los colores a mi alrededor empezaron a volverse más intensos; sentía
que hablaba más alto, que hacía más ruido cuando dejaba el vaso en la mesa.
Un grupo de casi diez personas había ido directamente de la conferencia
a cenar. Todos hablaban al mismo tiempo, y yo sonreía; sonreía porque era
una noche diferente. La primera noche, en muchos años, que no había planea-
do.
¡Qué alegría!
Cuando decidí viajar a Madrid, tenía los sentimientos y las acciones bajo
control. De repente, todo había cambiado. Allí estaba yo, en una ciudad que
nunca había pisado aunque estaba a menos de tres horas de mi ciudad natal.
Sentada ante aquella mesa donde sólo conocía a una persona... y todos habla-
ban conmigo como si me conociesen desde hacía mucho tiempo. Sorprendida
conmigo misma porque era capaz de conversar, beber y divertirme con ellos.
Yo estaba allí porque, de repente, la vida me había dado la Vida. No
sentía culpa, ni miedo ni vergüenza. A medida que pasaba el tiempo a su lado,
y lo oía hablar, me iba convenciendo de que tenía razón: existen momentos en
los que todavía es necesario correr riesgos, dar pasos insensatos.
«Me paso días y días delante de esos libros y cuadernos, haciendo un
esfuerzo sobrehumano para comprar mi propia esclavitud —pensé—. ¿Por qué
quiero ese empleo? ¿Qué me va a aportar como ser humano o como mujer?»
Nada. Yo no había nacido para pasar el resto de mi vida sentada ante un
escritorio, ayudando a los jueces a resolver sus procesos.
«No puedo pensar así sobre mi vida. Tendré que volver a ella esta mis-
ma semana.»
Debía de ser el efecto del vino. A fin de cuentas, el que no trabaja no
come.
«Esto es un sueño. Se acabará.»
Pero ¿cuánto tiempo puedo prolongar este sueño? Por primera vez pen-
sé en acompañarlo hasta las montañas en los días siguientes. Al fin y al cabo,
había varios días de fiesta seguidos.
— ¿Quién eres? —preguntó una bella mujer que estaba en nuestra me-
sa.
— Una amiga de la infancia—respondí.
— ¿Ya hacía estas cosas cuando era niño?—prosiguió.
— ¿Qué cosas?
Pareció que la conversación de la mesa menguaba, se apagaba.
— Ya sabes —insistió la mujer—. Los milagros.
— Él ya sabía hablar bien —respondí, sin entender lo que me decía.

