Page 20 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
P. 20

Respiré aliviada. Claro que no me quedaría a conferencia alguna, pero al
                  menos mi amigo querido parecía estar de vuelta, llamándome para asistir a sus
                  aventuras, compartiendo conmigo sus miedos y victorias.




                         — Gracias por la invitación —respondí—. Pero no  tengo dinero para
                  hotel, y necesito regresar a fin de seguir con mis estudios.
                         — Yo tengo algo de dinero. Puedes quedarte en mi habitación. Pedimos
                  dos camas separadas.
                         Advertí que él estaba empezando a sudar, a pesar del frío. Mi corazón
                  se puso a enviar señales de alarma que yo no conseguía identificar. La sensa-
                  ción de alegría de hacía unos momentos fue sustituida por una inmensa confu-
                  sión.

                         Detuvo el coche de repente y me miró directo a los ojos.
                         Nadie logra mentir, nadie logra ocultar nada cuando mira directo a los
                  ojos.
                         Y toda mujer, con un mínimo de sensibilidad, consigue leer los ojos de
                  un hombre enamorado. Por absurda que parezca, por fuera de lugar y de tiem-
                  po que se manifieste esa pasión. Me acordé inmediatamente de las palabras
                  de la mujer pelirroja de la fuente.
                         No era posible. Pero era verdad.




                         Nunca, nunca en mi vida había  pensado que él —tanto tiempo des-
                  pués— se acordase todavía. Éramos niños, vivíamos juntos y descubrimos el
                  mundo cogidos de la mano. Yo le amé, si es que una niña puede entender del
                  todo el significado del amor. Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo,
                  en otra vida, donde la inocencia deja el corazón abierto a todo lo mejor que hay
                  en la vida.

                         Ahora éramos adultos y responsables. Las cosas de la infancia eran co-
                  sas de la infancia.

                         Volví a mirarlo a los ojos. Yo no quería o no podía creerlo.
                         — Tengo sólo esta conferencia, y estamos en el puente de la Inmacula-
                  da Concepción. Necesito ir a las montañas —prosiguió—. Necesito mostrarte
                  algo.
                         El hombre brillante, que hablaba de instantes mágicos, estaba frente a
                  mí, actuando de la manera más equivocada posible. Avanzaba demasiado rá-
                  pido, estaba inseguro, hacía propuestas confusas. Resultaba duro verle de ese
                  modo.

                         Abrí la puerta, salí y me recosté contra el coche. Me quedé mirando la
                  avenida casi desierta. Encendí un cigarrillo y traté de no pensar. Podía disimu-
                  lar, fingir que no entendía; podía tratar de convencerme de que era realmente
   15   16   17   18   19   20   21   22   23   24   25