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Crónica de una muerte anunciada

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           el mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios.  Los
           primeros  clientes  eran escasos, pero veintidós personas declararon haber oído cuanto
           dijeron, y todas coincidían en la impresión de que lo habían dicho con el único propósito
           de que los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando
           acababa  de  abrir  su  mesa  de  vísceras, y no entendió por qué llegaban el lunes y tan
           temprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba acostumbrado a
           verlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales de cuero que se ponían
           para la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos -me dijo Faustino Santos-, que no
           sólo se habían equivocado de hora sino también de fecha.» Les recordó que era lunes.
              -Quién no lo sabe, pendejo -le contestó de buen modo Pablo Vicario-. Sólo venimos a
           afilar los cuchillos.
              Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo los
           dos  cuchillos y alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela. Al
           mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos se
           quejaron de no haber recibido su ración de pastel, a pesar de ser compañeros de oficio,
           y ellos les prometieron que las harían mandar más tarde. Al  final,  hicieron  cantar  los
           cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para que destellara el
           acero:
              -Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo.
              Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso.
           «Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo mismo que
           Victoria Guzmán y tantos otros que los vieron después. Yo había de preguntarles alguna
           vez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un alma predispuesta para matar
           un ser humano. Protestaron: «Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los
           ojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que degollaba. Otro
           me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos
           si había tomado su leche. Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos
           cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es
           cierto -me replicó uno-, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.»
           Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo
           Vicario, y le preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar habiendo
           tantos ricos que merecían morir primero.
              -Santiago Nasar sabe por qué -le contestó Pedro Vicario.
              Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a un
           agente  de  la  policía  que  pasó  poco más tarde a comprar una libra de hígado para el
           desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy,
           y  murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas
           patronales. De modo que nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta me confirmó
           que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se
           habían sentado a esperar.
              Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistema
           habitual. La tienda vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformaba
           en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de  la
           madrugada.  Su  marido,  el  buen  don  Rogelio  de la Flor, se hacía cargo de la cantina
           hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda,
           que  se  acostó  pasadas  las  tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba
           levantada más temprano que de costumbre, porque quería terminar antes de que llegara
           el obispo.



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