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Crónica de una muerte anunciada

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           primero,  y  una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillas
           cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.
              Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que
           los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta
           grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasa, había expiado
           la injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermana
           burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo era
           Bayardo San Román. «El pobre Bayardo», como se le recordó durante  años.  Sin
           embargo, nadie se había acordado de él hasta después del eclipse de luna, el sábado
           siguiente,  cuando el viudo de Mus le contó al alcalde que había visto un pájaro
           fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su esposa
           que andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no tenía
           nada que ver con la visión del viudo.
              -¡Carajo! -gritó-. ¡Se me había olvidado ese pobre hombre!
              Subió a la colina con una patrulla, y encontró el automóvil descubierto frente  a  la
           quinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus llamados. Así
           que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del
           eclipse. «Las cosas parecían debajo del agua», me contó el alcalde. Bayardo San Román
           estaba inconsciente en la cama, todavía como lo había visto Pura Vicario  en  la
           madrugada  del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin los
           zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y muchas más sin abrir junto a la cama, pero
           ni un rastro de comida. «Estaba en el último grado de intoxicación etílica», me dijo el
           doctor Dionisio Iguarán, que lo había atendido de emergencia. Pero se  recuperó  en
           pocas  horas,  y  tan pronto como recobró la razón los echó a todos de la casa con los
           mejores modos de que fue capaz.
              -Que nadie me joda -dijo-. Ni mi papá con sus pelotas de veterano.
              El alcalde informó del episodio al general Petronio San Román, hasta la última frase
           literal, con un telegrama alarmante.
              El general San Román debió tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no
           vino a buscarlo, sino que mandó a la esposa con las hijas, y a otras  dos  mujeres
           mayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga, cerradas de
           luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Román, y con los cabellos sueltos de
           dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la
           colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día, arrancándose mechones
           de raíz y llorando con gritos tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasar
           desde el balcón de Magdalena Oliver, y  recuerdo  haber  pensado  que  un  desconsuelo
           como ése sólo podía fingirse para ocultar otras vergüenzas mayores.
              El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor
           Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol,  dos  hombres  del
           municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de  un  palo,  tapado
           hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver creyó
           que estaba muerto.
              -¡Collons de déu -exclamó-, qué desperdicio!
              Estaba  otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo,
           porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se
           lo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo que dejó un rastro en la
           tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo último que
           nos quedó de él: un recuerdo de víctima.



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