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Crónica de una muerte anunciada

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              Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que
           el  padre  Carmen  Amador  se  vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio
           Iguarán.  «Fue  como  si  hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto -me dijo el
           antiguo párroco en su retiro de Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes
           de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas.» No era  del  todo
           justo. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel  Aponte  había  sostenido  una
           conversación telegráfica urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo autorizó
           para que hiciera las diligencias  preliminares mientras mandaban un juez instructor. El
           alcalde había sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y
           era  demasiado  fatuo  para  preguntarle  a  alguien que lo supiera por dónde tenía que
           empezar. Lo primero que lo inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante
           de  medicina,  logró  la  dispensa por su amistad íntima con Santiago Nasar. El alcalde
           pensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor Dionisio
           Iguarán, pero no encontró nevera de tamaño humano, y la única apropiada en el
           mercado  estaba  fuera  de servicio. El cuerpo había sido expuesto a la contemplación
           pública.  en  el  centro  de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le
           fabricaban  un  ataúd de rico. Habían llevado los ventiladores de los dormitorios, y
           algunos de las casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo. que fue preciso
           apartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y  aun  así  era
           insoportable el calor. Además, los perros alborotados por el olor  de  la  muerte
           aumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar desde  que  yo  entré  en  la  casa,
           cuando Santiago Nasar agonizaba todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor llorando
           a gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.
              -Ayúdame -me gritó-, que lo que quieren es comerse las tripas.
              Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde que
           los llevaran a algún lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el medio día,
           nadie supo cómo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa.
           Plácida Linero, por una vez, perdió los estribos.
              -¡Estos perros de mierda! -gritó-. ¡Que los maten!
              La  orden  se  cumplió  de inmediato, y la casa volvió a quedar en silencio. Hasta
           entonces no había temor alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta,
           con la misma  expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a
           colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo. Sin embargo,
           en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajeron
           a las moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió muy despacio
           como la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del cabello. La cara que siempre
           fue indulgente adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con un
           pañuelo.  El  coronel Aponte comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le
           ordenó  al  padre  Amador que practicara la autopsia. «Habría sido peor desenterrarlo
           después de una semana», dijo. El párroco había hecho la carrera de medicina y cirugía
           en Salamanca, pero ingresó en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sabía que
           su autopsia carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.
              Fue una masacre, consumada en el local de la escuela  pública  con  la  ayuda  del
           boticario que tomó las notas, y un estudiante de primer año de medicina que estaba aquí
           de  vacaciones.  Sólo dispusieron de algunos instrumentos de cirugía menor, y el resto



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