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Crónica de una muerte anunciada

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           con semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando
           yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le
           había  cobrado  20  años  de  dicha  no sólo con la muerte, sino además con el
           descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujer
           entraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y los
           granos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a
           la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos
           ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia
           de amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenas
           movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrió
           de mi vida.
              -No puedo -dijo-: hueles a él.
              No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo
           sintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué hacer con
           ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo no podía quitarme el olor», me
           dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no podían descansar, porque
           tan  pronto  como  empezaban  a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo,
           tratando  de  explicarme  su estado de aquel día interminable, Pablo Vicario me dijo sin
           ningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa frase me hizo pensar que lo
           más insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.
              El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una
           letrina portátil, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería
           con  colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se había construido,
           decía  que no hubo nunca un hotel más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de
           acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de  músicos,  y  el  alcalde
           permitió por caridad que una de las mulatas lo acompañara.  Tal  vez  los  hermanos
           Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se sintieron a salvo
           de los árabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su
           ley, y su única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de
           monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las
           camisas,  pero  no lograron descansar. Pedro Vicario pidió también sus purgaciones y
           diuréticos, y un rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces
           durante  la  mañana.  Sin  embargo,  la  vida  se le fue haciendo tan difícil a medida que
           avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera
           podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado  que  no  podía
           permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse de pie.
           El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró  la  orina,  y  padeció  la
           certidumbre  espantosa  de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve
           despierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para saber que era cierto.
           No  pudo  almorzar.  Pablo  Vicario,  por  su  parte, comió un poco de cada cosa que le
           llevaron, y un cuarto de hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis de
           la tarde, mientra le hacían la autopsia al cadáver de Santiago  Nasar,  el  alcalde  fue
           llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que habían envenenado
           a su hermano. «Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-, y no podíamos
           quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos.» Hasta entonces había desbordado
           dos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo había llevado otras seis al retrete
           de la alcaldía. Allí lo encontró el coronel Aponte, encañonado por  la  guardia  en  el
           excusado sin puertas, y desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el
           veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido el



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