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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
dijo. Fausta López, su mujer, comentó: «Como todos los turcos». Indalecio Pardo
acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que
tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó, como tantos
otros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era
cierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo.
-Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de Indalecio
Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el
crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago
Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto,
y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en el
hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban
abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud
apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el
centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente sabía que Santiago
Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una
actitud distinta hacia ellos. «Nos miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban,
y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
-¡Imagínese, niña Sara -le dijo sin detenerse-, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de los
que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.
«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó
que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas
-me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me pareció que no podían matarlo si
estaba tan seguro de lo que iba a hacer.» Yamil Shaium fue el único que hizo lo que se
había propuesto. Tan pronto como conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de
géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que
llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el
consejero hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con
Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar una
alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si éste estaba mejor
informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a
Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.
-Hasta el sábado -le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste le
replicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que nos
divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a
ambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina de la plaza. Fue la última vez
que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium
cuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblar
la esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en la
plaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le dieron la misma respuesta:
-Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos
modos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta del
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