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Crónica de una muerte anunciada

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              Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una cita
           de  dominó  para  esa  noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.
           Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar había
           resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se
           fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba
           si lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había  otros
           caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por
           su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz
           del obispo. «Yo lo había visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya tenía cara de
           muerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y
           prometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más
           ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió
           gritos remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.
           Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la
           última  esquina  reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo
           menor.
              -Luisa Santiaga -le gritó-: dónde está su ahijado.
              Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.
              -¡Ay, hijo -contestó-, dicen que lo mataron!
              Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casa
           de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez.
           «No se me ocurrió que estuviera ahí -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca
           antes  de medio día.» Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las
           doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel,
           que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La
           verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran
           gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habían
           puesto  de  acuerdo  para  casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena
           adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía  del  matrimonio  la
           misma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba  de  una
           cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había servido de madrina de
           bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue  para  ella  una  solución
           providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. La
           boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima Navidad.
              Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y
           muy poco después se enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago
           Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la única que habló con ella después de la
           desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a las
           seis de la mañana todo el mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible
           que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar a
           la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió  una  crisis  de
           humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella  estaba  en  su  dormitorio
           llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había
           mandado desde el colegio.
              Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago
           Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba
           esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la





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