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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una cita
de dominó para esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar había
resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se
fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba
si lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros
caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por
su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz
del obispo. «Yo lo había visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya tenía cara de
muerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y
prometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más
ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió
gritos remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.
Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la
última esquina reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo
menor.
-Luisa Santiaga -le gritó-: dónde está su ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.
-¡Ay, hijo -contestó-, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casa
de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez.
«No se me ocurrió que estuviera ahí -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca
antes de medio día.» Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las
doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel,
que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La
verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran
gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habían
puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena
adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio la
misma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una
cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había servido de madrina de
bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue para ella una solución
providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. La
boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y
muy poco después se enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago
Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la única que habló con ella después de la
desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a las
seis de la mañana todo el mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible
que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar a
la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de
humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio
llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había
mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago
Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba
esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la
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