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Crónica de una muerte anunciada

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              -Pasó de largo -dijo él.
              -Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
              No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde
           poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida Linero-, pero lo
           vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar.» Le preguntó
           qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, pero
           no tuvo valor para revelarle la verdad.
              -Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
              Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginaba
           que le estaban robando.» En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a
           la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer
           por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando
           sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la
           puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los
           codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su
           actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más
           visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
              -Cristóbal -gritó-: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.
              Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar
           un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la  sola  idea  lo  impresionó,
           después  de  todo  lo  que había oído decir sobre la potencia devastadora de una bala
           blindada.
              -Te advierto que está armado con una magnum capaz de atravesar un motor -gritó.
              Pedro  Vicario  sabía  que  no  era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de
           montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la
           decisión de lavar la honra de la hermana.
              -Los muertos no disparan -gritó.
              Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y
           tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera
           sido por eso -me dijo Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál.»
           Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera
           prisa,  porque  en  este  pueblo  de maricas sólo un hombre como él podía impedir la
           tragedia.
              Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio  público.  La  gente  que
           regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones  en  la  plaza
           para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos por Santiago
           Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronel
           Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente  a  la  tienda  de  Clotilde
           Armenta.
              -No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los mandé a dormir.
              Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo Bedoya.
              -No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir -dijo el alcalde-.
           Debe ser que los viste antes de eso.
              -Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo
           Bedoya.
              -¡Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debió ser que volvieron con otros!





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