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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
-Pasó de largo -dijo él.
-Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde
poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida Linero-, pero lo
vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar.» Le preguntó
qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, pero
no tuvo valor para revelarle la verdad.
-Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginaba
que le estaban robando.» En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a
la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer
por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando
sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la
puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los
codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su
actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más
visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
-Cristóbal -gritó-: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar
un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo impresionó,
después de todo lo que había oído decir sobre la potencia devastadora de una bala
blindada.
-Te advierto que está armado con una magnum capaz de atravesar un motor -gritó.
Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de
montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la
decisión de lavar la honra de la hermana.
-Los muertos no disparan -gritó.
Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y
tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera
sido por eso -me dijo Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál.»
Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera
prisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la
tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente que
regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza
para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos por Santiago
Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronel
Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde
Armenta.
-No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los mandé a dormir.
Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo Bedoya.
-No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir -dijo el alcalde-.
Debe ser que los viste antes de eso.
-Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo
Bedoya.
-¡Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debió ser que volvieron con otros!
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