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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través de la red metálica desde antes de que
la raspara con las llaves.
-Entra -le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y había
tanta gente pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera
entrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que lo hubiera
visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el
folio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos
hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta principal, a la vista
de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de
cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las
ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.
Aquí tienes -le dijo-. ¡Y ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus cartas
sin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero
ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó con una voz
demasiado apremiante para la hora, así que toda la familia acudió alaranada. Entre
consanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran más de catorce. El último
que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que
trajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era
inmenso y parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de su
autoridad.
-Flora -llamó en su lengua-. Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago
Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas en el
cofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de
unos minutos, hizo una señal con la mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento comprendí
que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó
en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. «Se puso
pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo»,
me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo como de turbación.
-Tú sabrás si ellos tienen razón, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no te quedan
sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
-No entiendo un carajo -dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado»,
me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dónde
dejarlo para abrir la puerta.
-Serán dos contra uno -le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de
desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar,
y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó
desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.
Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza,
pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a
gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por
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