Page 14 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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funcionario. No deja de ser asombroso este cambio. Los poetas del pasado habían sido sacerdotes o profetas,
        señores o rebeldes, bufones o santos, criados o mendigos. Correspondía al Estado burocrático hacer del
        creador un alto empleado del «frente cultural». El poeta ya tiene un «lugar» en la sociedad. ¿Lo tiene la
        poesía?
        La poesía vive en las capas más profundas del ser, en tanto que las ideologías y todo lo que llamamos ideas y
        opiniones constituyen los estratos más superficiales de la conciencia. El poema se nutre del lenguaje vivo de
        una comunidad, de sus mitos, sus sueños y sus pasiones, esto es, de sus tendencias más secretas y poderosas.
        El poema funda al pueblo porque el poeta remonta la corriente del lenguaje y bebe en la fuente original. En el
        poema la sociedad se enfrenta con los fundamentos de su ser, con su palabra primera. Al proferir esa palabra
        original, el hombre se creó. Aquiles y Odiseo son algo más que dos figuras heroicas: son el destino griego
        creándose a sí mismo. El poema es mediación entre la sociedad y aquello que la funda. Sin Homero, el
        pueblo griego no sería lo que fue. El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos.
        Los partidos políticos modernos convierten al poeta en propagandista y así lo degradan. El propagandista
        disemina en la «masa» las concepciones de los jerarcas. Su tarea consiste en trasmitir ciertas directivas, de
        arriba para abajo. Su radio de interpretación es muy reducido (ya se sabe que toda desviación, aun
        involuntaria, es peligrosa). El poeta, en cambio, opera de abajo para arriba: del lenguaje de su comunidad al
        del poema. En seguida, la obra regresa a sus fuentes y se vuelve objeto de comunión. La relación entre el
        poeta y su pueblo es orgánica y espontánea. Todo se opone ahora a este proceso de constante recreación. El
        pueblo se escinde en clases y grupos; después, se petrifica en bloques. El lenguaje común se transforma en un
        sistema de fórmulas. Las vías de comunicación tapiadas, el poeta se encuentra sin lenguaje en que apoyarse y
        el pueblo sin imágenes en que reconocerse. Hay que aceptar con lealtad esta situación. Si el poeta abandona
        su destierro —única posibilidad de auténtica rebeldía— abandona también la poesía y la posibilidad de que
        ese exilio se transforme en comunión. Porque entre el propagandista y su auditorio se establece un doble
        equívoco: él cree que habla el lenguaje del pueblo; y el pueblo, que escucha el de la poesía. La soledad
        gesticulante de la tribuna es total e irrevocable. Ella —y no la del que lucha a solas por encontrar la palabra
        común» sí que es soledad sin salida y sin porvenir.
        Algunos poetas creen que un simple cambio verbal basta para reconciliar poema y lenguaje social. Unos
        resucitan el folklore; otros se apoyan en el habla coloquial Mas el folklore, preservado en los museos o en
        regiones aisladas, ha dejado de ser lenguaje desde hace varios siglos: es una curiosidad o una nostalgia. Y en
        cuanto al habla desgarrada de las urbes: no es un lenguaje, sino el jirón de algo que fue un todo coherente y
        armónico. El habla de la ciudad tiende a petrificarse en fórmulas y slogans y sufre así la misma suerte del arte
        popular, convertido en artefacto industrial, y la del hombre mismo, que de persona se transforma en masa. La
        explotación del folklore, el uso del lenguaje coloquial o la inclusión de pasajes deliberadamente antipoéticos
        o prosaicos en medio de un texto de alta tensión son recursos literarios que tienen el mismo sentido que el
        empleo de dialectos artificiales por los poetas del pasado. En todos los casos se trata de procedimientos
        característicos de la llamada poesía minoritaria, como las imágenes geográficas de los poetas «metafísicos»
        ingleses, las alusiones mitológicas de los renacentistas o las irrupciones del humor en Lautréamont y Jarry.
        Piedras de toque, incrustadas en el poema para subrayar la autenticidad del resto, su función no es distinta a
        la del empleo de materiales que tradicionalmente no pertenecían al mundo de la pintura. No en balde se ha
        comparado The Waste Land a un collage. Lo mismo puede decirse de ciertos poemas de Apollinaire. Todo
        esto posee eficacia poética, pero no hace más comprensible la obra. Las fuentes de la comprensión son otras:
        radican en la comunidad del lenguaje y de los valores. El poeta moderno no habla el lenguaje de la sociedad
        ni comulga con los valores de la actual civilización. La poesía de nuestro tiempo no puede escapar de la
        soledad y la rebelión, excepto a través de un cambio de la sociedad y del hombre mismo. La acción del poeta
        contemporáneo sólo se puede ejercer sobre individuos y grupos. En esta limitación reside, acaso, su eficacia
        presente y su futura fecundidad.
        Los historiadores afirman que las épocas de crisis o estancamiento producen automáticamente una poesía
        decadente. Condenan así la poesía hermética, solitaria o difícil. Por el contrario, los momentos de ascenso
        histórico se caracterizan por un arte de plenitud, al que accede toda la sociedad. Si el poema está escrito en lo
        que llaman el lenguaje de todos, estamos ante un arte de madurez. Arte claro es arte grande. Arte oscuro y
        para pocos, decadente. Ciertas parejas de adjetivos expresan esta dualidad: arte humano y deshumano,
        popular y minoritario, clásico y romántico (o barroco). Casi siempre se hace coincidir estas épocas de
        esplendor con el apogeo político o militar de la nación. Apenas los pueblos tienen grandes ejércitos y jefes
        invencibles, surgen los grandes poetas. Otros historiadores aseguran que esa grandeza poética se da un poco
        antes —cuando enseñan los dientes los ejércitos— o un poco después —cuando los nietos de los
        conquistadores digieren las ganancias. Deslumbrados por esta idea forman parejas radiantes: Racine y Luis
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