Page 15 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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XIV, Garcilaso y Carlos V, Isabel y Shakespeare. Y otras oscuras, crepusculares, como las de Luis de
        Góngora y Felipe IV, Licofrón y Ptolomeo Filadelfo.
        Por lo que toca a la oscuridad de las obras, debe decirse que todo poema ofrece, al principio, dificultades. La
        creación poética se enfrenta siempre a la resistencia de lo inerte y horizontal. Esquilo padeció la acusación de
        oscuridad. Eurípides era odiado por sus contemporáneos y fue juzgado poco claro. Garcilaso fue llamado
        descastado y cosmopolita. Los simbolistas fueron acusados de herméticos y decadentes. Los «modernistas»
        se enfrentaron a las mismas críticas. La verdad es que la dificultad de toda obra reside en su novedad.
        Separadas de sus funciones habituales y reunidas en un orden que no es el de la conversación ni el del
        discurso, las palabras ofrecen una resistencia irritante. Toda creación engendra equívocos. El goce poético no
        se da sin vencer ciertas dificultades, análogas a las de la creación. La participación implica una recreación; el
        lector reproduce los gestos y experiencias del poeta. Por otra parte, casi todas las épocas de crisis o
        decadencia social son fértiles en grandes poetas: Góngora y Quevedo, Rimbaud y Lautréamont, Donne y
        Blake, Melville y Dickinson. Si hemos de hacer caso al criterio histórico, Poe es la expresión de la
        decadencia sudista y Rubén Darío de la extrema postración de la sociedad hispanoamericana. ¿Y cómo
        explicar a Leopardi en plena disolución italiana y a los románticos germanos en una Alemania rota y a
        merced de los ejércitos napoleónicos? Gran parte de la poesía profética de los hebreos coincide con las
        épocas de esclavitud, disolución o decadencia israelita. Villon y Manrique escriben en lo que se ha llamado el
        «otoño de la Edad Media». ¿Y qué decir de la «sociedad de transición» en que vive Dante? La España de
        Carlos IV produce a Goya. No, la poesía no es un reflejo mecánico de la historia. Las relaciones entre ambas
        son más sutiles y complejas. La poesía cambia, pero no progresa ni decae. Decaen las sociedades.
        En tiempos de crisis se rompen o aflojan los lazos que hacen de la sociedad un todo orgánico. En épocas de
        cansancio, se inmovilizan. En el primer caso la sociedad se dispersa; en el segundo, se petrifica bajo la tiranía
        de una máscara imperial y nace el arte oficial. Pero el lenguaje de sectas y comunidades reducidas es propicio
        a la creación poética. La situación que exilia del grupo da a sus palabras una tensión y un valor particulares»
        lodo idioma sagrado es secreto, Y a la inversa: todo idioma secreto —sin excluir al de conjurados y
        conspiradores— colinda con lo sagrado. El poema hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria
        de la historia. Góngora es un testimonio de la salud del idioma español tanto como el Conde duque de
        Olivares lo es de la decadencia de un Imperio. El cansancio de una sociedad no implica necesariamente la
        extinción de las artes ni provoca el silencio del poeta. Más bien es posible que ocurra lo contrario: suscita la
        aparición de poetas y obras solitarias. Cada vez que surge un gran poeta hermético o movimientos de poesía
        en rebelión contra los valores de una sociedad determinada, debe sospecharse que esa sociedad, no la poesía,
        padece males incurables. Y esos males pueden medirse atendiendo a dos circunstancias: fe ausencia de un
        lenguaje común y la sordera de la sociedad ante el canto solitario. La soledad del poeta muestra el descenso
        social. La creación, siempre a la misma altura, acusa la baja de nivel histórico. De ahí que a veces nos
        parezcan más altos los poetas difíciles. Se trata de un error de perspectiva. No son más altos: simplemente, el
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        mundo que los rodea es más bajo .
        El poema se apoya en el lenguaje social o comunal, pero ¿cómo se efectúa el tránsito y qué ocurre con las
        palabras cuando dejan la esfera social y pasan a ser palabras del poema? Filósofos, oradores y literatos
        escogen sus palabras. El primero, según sus significados; los otros, en atención a su eficacia moral,
        psicológica o literaria. El poeta no escoge sus palabras. Cuando se dice que un poeta busca su lenguaje, no
        quiere decirse que ande por bibliotecas o mercados recogiendo giros antiguos y nuevos, sino que, indeciso,
        vacila entre las palabras que realmente le pertenecen, que están en él desde el principio, y las otras aprendidas
        en los libros o en la calle. Cuando un poeta encuentra su palabra, la reconoce: ya estaba en él. Y él ya estaba
        en ella. La palabra del poeta se confunde con su ser mismo. Él es su palabra. En el momento de la creación,
        aflora a la conciencia la parte más secreta de nosotros mismos. La creación consiste en un sacar a luz ciertas
        palabras inseparables de nuestro ser. Ésas y no otras. El poema está hecho de palabras necesarias e
        insustituibles. Por eso es tan difícil corregir una obra ya hecha. Toda corrección implica una recreación, un
        volver sobre nuestros pasos, hacia dentro de nosotros. La imposibilidad de la traducción poética depende
        también de esta circunstancia. Cada palabra del poema es única. No hay sinónimos. Única e inamovible:
        imposible herir un vocablo sin herir todo el poema; imposible cambiar una coma sin trastornar todo el
        edificio. El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irreemplazables. La verdadera traducción no
        puede ser, así, sino recreación.
        Afirmar que el poeta no emplea sino las palabras que ya estaban en él, no desmiente lo que se ha dicho acerca
        de las relaciones entre poema y lenguaje común. Para disipar este equívoco basta recordar que, por su

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               Sobre «Poesía, sociedad y Estado», véase el Apéndice i, pág. 277.
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