Page 61 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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Uno de los rasgos de la edad moderna consiste en la creación de divinidades abstractas. Los profetas
reprochaban a los judíos sus caídas en la idolatría. Podría hacerse el reproche contrario a los modernos: todo
tiende a desencarnarse. Los ídolos modernos no tienen cuerpo ni forma: son ideas, conceptos, fuerzas. El
lugar de Dios y de la antigua naturaleza poblada de dioses y demonios lo ocupan ahora seres sin rostro: la
Raza, la Clase, el Inconsciente (individual o colectivo), el Genio de los pueblos, la Herencia. La inspiración
puede explicarse con facilidad acudiendo a cualquiera de estas ideas. El poeta es un médium por cuyo
intermedio se expresan, en cifra, el Sexo, el Clima, la Historia o algún otro sucedáneo de los antiguos dioses
y demonios. No pretendo negar el valor de estas ideas. Pero son insuficientes; en todas ellas campea una
limitación que nos permite rechazarlas en conjunto: su exclusivismo, su querer explicar el todo por la parte.
Además, en todas es evidente su incapacidad para asir y explicar el hecho esencial y decisivo: ¿cómo se
transforman esas fuerzas o realidades determinantes en palabras?, ¿cómo se hacen palabra, ritmo e imagen la
libido, la raza, la clase o el momento histórico? Para los psicoanalistas la creación poética es una
sublimación; entonces, ¿por qué en unos casos esa sublimación se vuelve poema y en otros no? Freud
confiesa su ignorancia y habla de una misteriosa «facultad artística». Es claro que escamotea el problema,
pues se limita a dar un nombre nuevo a una realidad enigmática y sobre la cual ignoramos lo esencial. Para
explicar las diferencias entre las palabras del poeta y las del simple neurótico habría que recurrir a una
clasificación de los subconscientes: uno sería el del común de los mortales y otro el de los artistas. No es eso
todo: en el pensamiento no dirigido —o sea, en el sueño o fantaseo— el fluir de imágenes y palabras no
carece de sentido: «Está demostrado que es inexacto que nos entreguemos a un curso de representaciones
carentes de finalidad... al cesar las nociones de finalidad que conocemos se imponen en seguida otras
desconocidas —inconscientes, como decimos con expresión impropia—, las cuales mantienen determinada la
marcha de las representaciones ajenas a nuestra voluntad. No puede elaborarse un pensamiento sin nociones
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de finalidad...» . Aquí Freud pone el dedo en la llaga. La noción de finalidad es indispensable aun en los
procesos inconscientes. Sólo que, habiendo dividido al ser humano en diversas capas: conciencia,
subconsciencia, etc., concibe dos finalidades distintas: una racional, en la que participa nuestra voluntad;
otra, ajena a nosotros, «inconsciente» o ignorada por el hombre, puramente instintiva. En realidad, Freud
transfiere la noción de finalidad a la libido y al instinto, pero omite la explicación fundamental y decisiva:
¿cuál es el sentido de esa finalidad instintiva? La finalidad «inconsciente» no es tal finalidad, pues carece de
objeto y de sentido: es un puro apetito, una mecánica natural. No es esto todo. La noción de fin implica un
cierto darse cuenta y un conocimiento, todo lo oscuro que se quiera, de aquello que se pretende alcanzar. La
noción de fin exige la de conciencia. El psicoanálisis, en todas sus ramas, ha sido hasta ahora impotente para
contestar satisfactoriamente a estas preguntas. Y aun para planteárselas correctamente.
Algo semejante puede decirse de la concepción del poeta como «vocero» o «expresión» de la historia: ¿de
qué manera las «fuerzas históricas» se transforman en imágenes y «dictan» al poeta sus palabras? Nadie
niega la interrelación que supone todo vivir histórico: el hombre es un nudo de fuerzas interpersonales. La
voz del poeta es siempre social y común, aun en el caso del mayor hermetismo. Pero, según ocurre con el
psicoanálisis, no se ve claro cómo esa «marcha de la historia» o de la «economía», esos «fines históricos» —
ajenos a la voluntad humana como los «fines» de la libido— pueden ser realmente fines sin pasar por la
conciencia. Por lo demás, nadie «está en la historia», como si ésta fuese una «cosa» y nosotros, frente a ella,
otra: todos somos historia y entre todos la hacemos. El poema no es el eco de la sociedad, sino que es, al
mismo tiempo, su criatura y su hacedor, según ocurre con el resto de las actividades humanas. En fin, ni el
Sexo, ni el Inconsciente, ni la Historia son realidades meramente externas, objetos, poderes o substancias que
obran sobre nosotros. El mundo no está fuera dé nosotros; ni, en rigor, dentro. Si la inspiración es una «voz»
que el hombre oye en su propia conciencia, ¿no será mejor interrogar a esa conciencia, que es la única que la
ha escuchado y que constituye su ámbito propio?
Para el intelectual —y, también, para el hombre común— la inspiración es un problema, una superstición o
un hecho que se resiste a las explicaciones de la ciencia moderna. En cualquier caso, puede alzarse de
hombros y borrar de su espíritu el asunto, como quien sacude su traje del polvo del camino. En cambio los
poetas deben afrontarla y vivir el conflicto. La historia de la poesía moderna es la del continuo
desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable
de la inspiración. Los primeros que padecen este conflicto son los románticos alemanes. Asimismo, son los
que lo afrontan con mayor lucidez y plenitud y los únicos —hasta el movimiento surrealista— que no se
limitan a sufrirlo sino que intentan trascenderlo. Descendientes, por una parte, de la Ilustración y, por la otra,
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S. Freud, La interpretador; de los sueños.

