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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           el acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio Buendía puso entonces
           una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con Pietro Crespi. Úrsula llevaría a
           Amaranta en un viaje a la capital de la provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con
           gente distinta la aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto como se enteró del
           acuerdo,  y  escribió  a  su  novio una carta jubilosa que sometió a la aprobación de sus padres y
           puso al correo sin servirse de intermediarios. Amaranta fingió aceptar la decisión y poco a poco
           se restableció de las calenturas, pero se prometió a sí misma que Rebeca se casaría solamente
           pasando por encima de su cadáver.
              El sábado siguiente, José Arcadio Buendía se puso el  traje  de  paño  oscuro,  el  cuello  de
           celuloide y las botas de gamuza que había estrenado la noche de la fiesta, y fue a pedir la mano
           de  Remedios  Moscote.  El  corregidor  y su esposa lo recibieron al mismo tiempo complacidos y
           conturbados, porque ignoraban el propósito de la visita imprevista, y luego creyeron que él había
           confundido el nombre de la pretendida. Para disipar el error, la madre despertó a Remedios y la
           llevó  en  brazos  a  la  sala, todavía atarantada de sueño. Le preguntaron si en verdad estaba
           decidida a casarse, y ella contestó lloriqueando que solamente quería que la dejaran dormir. José
           Arcadio  Buendía,  comprendiendo  el  desconcierto  de  los Moscote, fue a aclarar las cosas con
           Aureliano.  Cuando  regresó,  los  esposos  Moscote se habían vestido con ropa formal, habían
           cambiado la posición de los muebles y puesto flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en
           compañía de sus hijas mayores. Agobiado por la ingratitud de la ocasión y por la molestia del
           cuello duro, José Arcadio Buendía confirmó que, en efecto, Remedios era la elegida. «Esto  no
           tiene sentido -dijo consternado don Apolinar Moscote-. Tenemos seis hijas más, todas solteras y
           en edad de merecer, que estarían encantadas de ser esposas dignísimas de caballeros serios y
           trabajadores como su hijo, y Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se arma
           en la cama.» Su esposa, una mujer bien conservada, de párpados y ademanes  afligidos,  le
           reprochó su incorrección. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas, habían aceptado com-
           placidos la decisión de Aureliano. Sólo que la señora de Moscote suplicaba el favor de hablar a
           solas  con  Úrsula.  Intrigada, protestando de que la enredaran en asuntos de hombres, pero en
           realidad intimidada por la emoción, Úrsula fue a visitarla al día siguiente. Media hora  después
           regresó con la noticia de que Remedios era impúber. Aureliano no lo consideró como un tropiezo
           grave. Había esperado tanto, que podía esperar cuanto fuera necesario, hasta que  la  novia
           estuviera en edad de concebir.
              La armonía recobrada sólo fue interrumpida por la  muerte  de  Melquíades.  Aunque  era  un
           acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso se
           había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y critico, que pronto se le tuvo
           por  uno  de  esos bisabuelos inútiles que deambulan como sombras por los dormitorios,
           arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se
           acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama. Al principio, José Arcadio
           Buendía  lo  secundaba  en  sus tareas, entusiasmado con la novedad de la daguerrotipia y las
           predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad, porque cada
           vez se les hacía más difícil la comunicación. Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir
           a los interlocutores con personas que conoció en épocas remotas de la humanidad, y contestaba
           a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba tanteando el aire, aunque se
           movía por entre las cosas con una fluidez inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de
           orientación fundado en presentimientos inmediatos. Un día olvidó ponerse la dentadura postiza,
           que  dejaba  de  noche  en  un  vaso  de  agua junto a la cama, y no se la volvió a poner. Cuando
           Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de
           Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín domésticos,  con  una  ventana  inundada  de  luz  y  un
           estante  donde  ella  misma  ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los
           quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde
           habían prendido unas plantitas acuáticas de minúsculas flores amarillas. El nuevo lugar pareció
           agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de
           Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos
           que  llevó  consigo  y  que  parecían  fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como
           hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al día,  aunque  en  los
           últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de legumbres. Pronto adquirió el aspecto
           de desamparo propio de los vegetarianos. La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al
           que prosperaba en el chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo


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