Page 46 - La muerte de Artemio Cruz
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acariciarla,  con  un  temor  agradecido,  al  cabo,  de  que  la  ternura  lo  venza,  con  una
                  ternura avergonzada de sí misma, con una vergüenza que al cabo parece ser aplacada
                  por la certeza de que tú no te das cuenta de que ella te acaricia, quizás te pasa con los
                  dedos, a la frente, unas palabras que quieren mezclarse con ese recuerdo tuyo que no
                  deja de correr, perdido en el fondo de estas horas, inconsciente, ajeno a tu voluntad pero
                  fundido en tu memoria involuntaria, la que se desliza entre los resquicios de tu dolor y
                  te repite, ahora, las palabras que no escuchaste entonces. Ella también pensará en su
                  orgullo. Allí nacerá la chispa. Allí la escucharás, en ese espejo común, en ese estanque
                  que reflejará los rostros de ambos, que los ahogará cuando traten de besarse, el uno al
                  otro,  en  el  reflejo  líquido  de  sus  rostros:  ¿por  qué  no  miras  a  un  lado?;  allí  estará
                  Catalina en su carne; ¿por qué tratas de besarla en el frío reflejo del agua?, ¿por qué no
                  acerca ella su rostro al tuyo, por qué, como tú, lo hunde en las aguas estancadas y te
                  repite, ahora que no la escuchas, «Me dejé ir»? Quizás su mano te hable de una libertad
                  excesiva que derrota a la libertad. La libertad que levanta una torre sin fin, no alcanza el
                  cielo, pero cuartea el abismo, rompe la tierra: la nombrarás: separación: te rehusarás:
                  orgullo: sobrevivirás, Artemio Cruz: sobrevivirás porque te expondrás: te expondrás al
                  riesgo  de  la  libertad:  vencerás  el  riesgo  y,  sin  enemigos,  te  convertirás  en  tu  propio
                  enemigo para continuar la batalla del orgullo: vencidos todos, sólo te faltará vencerte a
                  ti mismo: tu enemigo saldrá del espejo a librar la última batalla: la ninfa enemiga, la
                  ninfa de aliento espeso, hija de dioses, madre del seductor cabrío, madre del único dios
                  muerto en tiempo del hombre: del espejo saldrá la madre del Gran Dios Pan, la ninfa del
                  orgullo, tu doble, otra vez tu doble: tu último enemigo, en la tierra despoblada de los
                  vencidos por tu orgullo: sobrevivirás: descubrirás que la virtud es sólo deseable, pero la
                  soberbia es sólo necesaria: y sin embargo, esa mano que en este momento acaricia tu
                  frente llegará al fin, con su pequeña voz, a silenciar el grito de los retos, a recordarte que
                  sólo al final, aunque sea al final, la soberbia es superflua y la humildad necesaria: sus
                  dedos pálidos tocarán tu frente afiebrada, querrán calmar tu dolor, querrán decirte hoy
                  lo que no te dijeron hace cuarenta y tres años:




                  (1924 — Junio 3)




                      ÉL  no  la  escuchó  decirlo,  cuando  ella  despertó  de  su  insomnio.  «Me  dejé  ir.»
                  Recostada al lado de él. La cabellera castaña le cubría el rostro y en todos los pliegues
                  de la carne sintió esa humedad fatigada, ese cansancio del verano. Se pasó una mano
                  por la boca  y previó  el  nuevo día de sol  vertical,  el  aguacero de la tarde, el  tránsito
                  nocturno del bochorno a la frescura y no quiso recordar lo sucedido durante la noche.
                  Escondió el rostro en la almohada y repitió: «Me dejé ir.»
                      El  alba  borró  los  penachos  de  la  noche  y  entró,  fría  y  clara,  por  la  ventana
                  entreabierta de la recámara. Definió de nuevo los detalles que la oscuridad confundió en
                  un solo abrazo.
                      «Soy joven; tengo derecho...»
                      Se puso el camisón y huyó del lado del hombre antes de que el sol remontase la
                  línea de montañas.
                      «Tengo derecho; está bendito por la iglesia.»
                      Ahora,  desde  la  ventana  de  su  recámara,  lo  vio  coronando  el  lejano  Citlaltépetl.
                  Arrulló entre los brazos al niño y permaneció junto a la ventana.

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