Page 41 - La muerte de Artemio Cruz
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que  era  imposible;  de  que  ahora,  sobre  esa  cama  de  mosquiteros  amarillentos,  podía
                  percibirse  con  una  intensidad  superior  a  la  de  la  presencia  el  olor  de  la  cabellera
                  húmeda, del cuerpo liso, de los muslos tibios. Estaba allí como nunca lo había estado en
                  realidad, más viva que nunca en la cabeza afiebrada del joven: más ella, más suya, ahora
                  que la recordaba. Quizás, durante sus breves meses de amor, nunca vio la belleza de los
                  ojos con tanta emoción, ni pudo compararlos, como ahora, con sus gemelos brillantes:
                  joyas negras, hondo mar quieto bajo el sol, fondo de arena mecida en el tiempo, cerezas
                  oscuras del árbol de carne y entrañas calientes. Nunca le dijo eso. No hubo tiempo. No
                  hubo  tiempo  para  decirle  tantas  cosas  del  amor.  Nunca  hubo  tiempo  para  la  última
                  palabra. Acaso cerrando los ojos ella regresaría entera, a vivir de las caricias ansiosas
                  que pulsaban en las  yemas de los  dedos  del hombre. Acaso bastaría imaginarla para
                  tenerla  siempre  a  su  lado.  Quién  sabe  si  el  recuerdo  puede  realmente  prolongar  las
                  cosas,  entrelazar  las  piernas,  abrir  las  ventanas  a  la  madrugada,  peinar  el  cabello  y
                  resucitar  los  olores,  los  ruidos,  el  tacto.  Se  incorporó.  Buscó  a  tientas,  en  el  cuarto
                  oscuro, la botella de mezcal. De repente no servía para olvidar, como dicen todos, sino
                  para sacar fuera los recuerdos más de prisa.
                      Regresaría a las rocas de aquella playa, mientras el alcohol blanco le prendía lumbre
                  al  estómago.  Regresaría.  ¿A  dónde? ¿A  esa  playa  mítica,  que  nunca  existió?  ¿A  esa
                  mentira de la niña adorada, a esa ficción de un encuentro junto al mar, inventado por
                  ella para que él se sintiera limpio, inocente, seguro del amor? Arrojó el vaso de mezcal
                  al piso. Para eso servía el licor, para desbaratar las mentiras. Era una hermosa mentira.
                      —¿Dónde nos conocimos?
                      —¿No lo recuerdas?
                      —Dímelo tú.
                      —¿No recuerdas esa playa? Yo iba allí todas las tardes.
                      —Ya recuerdo. Viste el reflejo de mi rostro junto al tuyo.
                      —Recuérdalo: y ya nunca quise verme sin tu reflejo junto al mío.
                      —Sí, recuerdo.
                      Él debía creer en esa hermosa mentira, siempre, hasta el fin. No era cierto: él no
                  había entrado a ese pueblo sinaloense como a tantos otros, buscando a la primera mujer
                  que pasara, incauta, por la calle. No era verdad que aquella muchacha de dieciocho años
                  había  sido  montada  a  la  fuerza  en  un  caballo  y  violada  en  silencio  en  el  dormitorio
                  común de los oficiales, lejos del mar, dando la cara a la sierra espinosa y seca. No era
                  cierto que él había sido perdonado en silencio  por la honradez de Regina: cuando la
                  resistencia cedió al placer y los brazos que jamás habían tocado a un hombre lo tocaron
                  por primera vez con alegría y la boca húmeda, abierta, sólo repetía, como anoche, que
                  sí, que sí, que le había gustado, que con él le había gustado, que quería más, que le
                  había tenido miedo a esa felicidad. Regina de la mirada soñadora y encendida. Cómo
                  aceptó la verdad de su placer y admitió que estaba enamorada de él; cómo inventó el
                  cuento del mar y el reflejo en el agua dormida para olvidar lo que después, al amarla,
                  podría avergonzarlo. Mujer de la vida, Regina, potranca llena de sabor, limpia hada de
                  la  sorpresa,  mujer  sin  excusas,  sin  palabras  de  justificación.  Nunca  conoció  el  tedio;
                  nunca lo apesadumbró con quejas dolientes. Estaría allí siempre, en un pueblo o en otro.
                  Quizás ahora mismo se disiparía la fantasía de un cuerpo inerte colgando de una soga y
                  ella... ella ya estaría en otro pueblo. Nada más se adelantó. Sí: como siempre. Salió sin
                  molestar y se fue hacia el sur, Atravesó las líneas de los federales y encontró un cuartito
                  en el siguiente pueblo. Sí; porque ella no podría vivir sin él, ni él sin ella. Sí. Todo era
                  cuestión  de  salir,  tomar  el  caballo,  empuñar  la  pistola,  continuar  la  ofensiva  y
                  encontrarla en el siguiente descanso.

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