Page 42 - La muerte de Artemio Cruz
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Buscó en la oscuridad la túnica. Se cruzó las cartucheras sobre el pecho. Afuera, el
                  caballo negro, el tranquilo, estaba amarrado a un poste. La gente no se separaba de los
                  ahorcados,  pero  él  ya  no  miró  hacia  ese  lado.  Montó  el  caballo  y  corrió  rumbo  al
                  cuartel.
                      —¿Para  dónde  jalaron  esos  hijoeputa?  —le  gritó  a  uno  de  los  sin  prisa  a  las
                  hogueras del patio, donde se mecían sobre los palos cruzados las ollas de barro  y se
                  levantaba  el  rumor  de  las  manos  de  mujer  cacheteando  la  masa  de  harina.  Metió  el
                  cucharón  en  el  caldo  hirviente  del  menudo,  pellizcó  la  cebolla,  el  chile  en  polvo,  el
                  orégano; masticó las tortillas norteñas, duras, frescas; las patas de cerdo. Estaba vivo.
                      Arrancó del  círculo  de  fierro oxidado la tea que alumbraba la entrada al cuartel.
                  Hundió las espuelas en la panza del caballo negro: los que aún caminaban por la calle se
                  hicieron a un lado; el caballo sorprendido trató de encabritarse, pero él apretó las bridas,
                  volvió a hundir las espuelas y sintió, al fin, que el caballo entendía. Ya no era el caballo
                  del  hombre  herido,  del  hombre  dudoso  que  esa  tarde  atravesó  la  montaña.  Era  otro
                  caballo:  entendió.  Agitó  la  crin  para  que  él  entendiera:  contaba  con  una  montura  de
                  guerra, tan furiosa y veloz como su jinete. Y el jinete levantaba la tea e iluminaba, ya, el
                  campo por donde se rodeaba el pueblo para desembarcar en el puente sobre la barranca.
                      Una  fogata,  también,  iluminaba  la  entrada  al  puente.  Los  kepís  de  los  pelones
                  reverberaban con palidez rojiza. Pero los cascos del caballo negro arrastraban toda la
                  fuerza de la tierra, iban recogiendo hierba y polvo y espina, iban dejando una estela de
                  chispas derramadas por la tea empuñada por el hombre que se lanzó sobre el puesto del
                  puente, saltó por encima de la fogata, disparó la pistola contra los ojos azorados, contra
                  las  nucas  oscuras,  sobre  los  cuerpos  que  no  entendían,  que  hacían  retroceder  los
                  cañones, que no sabían distinguir en la noche la soledad del jinete que debe llegar al sur,
                  al siguiente pueblo, donde lo esperan...
                      —¡Abran paso, pelones jijos de su repelona! —gritan las mil voces de ese hombre.
                      La voz del dolor y del deseo, la voz de la pistola, el brazo que arrima la tea a las
                  cajas de pólvora y hace estallar los cañones y pone en fuga a los caballos sin jinete, en
                  medio del caos de relinchos y llamaradas y estallidos que ahora tienen un eco lejano en
                  las voces perdidas del pueblo, en la campana que comienza a repicar en la torre rojiza
                  de la iglesia, en el latir de la tierra que soporta los cascos de la caballería revolucionaria,
                  que ahora cruza el puente y encuentra la destrucción y la fuga y las fogatas apagadas,
                  pero que no encuentra ni a los federales ni al teniente, el que cabalga hacia el sur, con la
                  tea en alto, con los ojos incendiados de su caballo: hacia el sur, con el hilo entre las
                  manos, hacia el sur.



                      YO sobreviví. Regina. ¿Cómo te llamabas? No. Tú Regina. ¿Cómo te llamabas tú,
                  soldado sin nombre? Sobreviví. Ustedes murieron. Yo sobreviví. Ah, me han dejado en
                  paz. Creen que estoy dormido. Te recordé, recordé tu nombre. Pero tú no tienes nombre.
                  Y los dos avanzan hacia mí, tomados de la mano, con sus cuencas vaciadas, creyendo
                  que  van  a  convencerme,  a  provocar  mi  compasión.  Ah,  no.  No  les  debo  la  vida  a
                  ustedes.  Se  la  debo  a  mi  orgullo,  ¿me  oyen?,  se  la  debo  a  mi  orgullo.  Reté.  Osé.
                  ¿Virtudes?  ¿Humildad?  ¿Caridad?  Ah,  se  puede  vivir  sin  eso,  se  puede  vivir.  No  se
                  puede  vivir  sin  orgullo.  ¿Caridad?  ¿A  quién  le  hubiera  servido?  ¿Humildad?  Tú,
                  Catalina,  ¿qué  habrías  hecho  de  mi  humildad?  Con  ella  me  habrías  vencido  de
                  desprecio, me habrías abandonado. Ya sé que te perdonas imaginando la santidad de ese
                  sacramento. Jé. De no ser por mi riqueza, bien poco te habría importado divorciarte. Y
                  tú,  Teresa, si  a pesar de que te mantengo me odias, me insultas, ¿qué habrías hecho

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