Page 44 - La muerte de Artemio Cruz
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le compré a los ejidatarios. Acabo de informarme de que el lángara también compró sus
tierritas por aquel rumbo y piensa desviar el trazo de la carretera para que pase por sus
propiedades...
»—¡Pero qué cerdo! Tan decente que parece...
»—Entonces, muñequita, ya sabes; metes unos cuantos chismes en tu columna
hablando del inminente divorcio de nuestro prohombre. Muy suavecito, no más para
que se nos asuste.
»—Además, tenemos unas fotos de Couto en un cabaret con una güerota que de
plano no es Madame Couto.
»—Resérvatela por si no responde...»
Dicen que las células de la esponja no están unidas por nada y sin embargo la
esponja está unida: eso dicen, eso recuerdo porque dicen que si se rasga violentamente a
la esponja, la esponja hecha trizas vuelve a unirse, nunca pierde su unidad, busca la
manera de agregar otra vez sus células dispersas, nunca muere, ah, nunca muere.
—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
—Lo dominaste y me lo arrancaste.
Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y yo
sigo pensando en el carpintero y luego en su hijo y en lo que nos hubiéramos evitado si
lo dejan suelto con sus doce agentes de relaciones públicas, suelto como una cabra,
viviendo del cuento de los milagros, sacando las comidas gratis, las camas gratis y
compartidas para los curanderos sagrados, hasta que la vejez y el olvido lo derrotaran y
Catalina y Teresa y Gerardo se sientan en los sillones al fondo de la recámara. ¿Cuánto
tardarán en traer un cura, apresurar mi muerte, arrancarme confesiones? Ah, quisieran
saber. Cómo me voy a divertir. Cómo cómo. Tú, Catalina, serías capaz de decirme lo
que nunca me dijiste con tal de ablandarme y saber eso. Ah, pero yo sé lo que tú
quisieras saber. Y el rostro afilado de tu hija no lo oculta. No tardará en aparecer por
aquí ese pobre diablo a inquirir, a lagrimear, a ver si al fin puede disfrutar de todo esto.
Ah, qué mal me conocen. ¿Creen que una fortuna así se dilapida entre tres farsantes,
entre tres murciélagos que ni siquiera saben volar? Tres murciélagos sin alas: tres
ratones. Que me desprecian. Sí. Que no pueden evitar el odio de los limosneros. Que
detestan las pieles que las cubren, las casas que habitan, las joyas que lucen, porque yo
se las he dado. No, no me toquen ahora...
—Déjenme...
—Es que ha venido Gerardo... Gerardito... tu yerno... míralo.
—Ah, el pobre diablo...
—Don Artemio...
—Mamá, no aguanto, ¡no aguanto no aguanto!
—Está enfermo...
—Bah, ya me levantaré, ya verán...
—Te dije que se estaba haciendo.
—Déjalo descansar.
—¡Te digo que se está haciendo! Fingiendo como siempre para burlarse de nosotros
como siempre como siempre.
—No no, el médico dice...
—Qué sabe el médico. Yo lo conozco mejor. Es otra burla.
—¡No digas nada!
No digas nada. Ese aceite. Me untan ese aceite en los labios. En los párpados. En las
ventanas nasales. No saben lo que costó. Ellas no tuvieron que decidir. En las manos.
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