Page 69 - La muerte de Artemio Cruz
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y miró esa foto del Padre Pro, con los brazos abiertos, recibiendo la descarga. Corrían a
                  su lado las capotas blancas de los nuevos automóviles, pasaban las faldas cortas y los
                  sombreros de campana de las mujeres y los pantalones baloon de los lagartijos de ahora
                  y los limpiabotas sentados en el suelo, alrededor de la fuente de la rana, pero no era la
                  ciudad lo que corría frente a esa mirada vidriosa y fija, sino la palabra. La saboreó y la
                  vio en las miradas rápidas que desde las aceras se cruzaron con la suya, la vio en las
                  actitudes,  en  los  guiños,  en  los  gestos  pasajeros,  en  los  hombros  encogidos,  en  los
                  signos soeces de los dedos. Se sintió peligrosamente vivo, prendido al volante, marcado
                  por  los  rostros,  los  gestos,  los  dedos-pingas  de  las  calles,  entre  dos  oscilaciones  del
                  péndulo.  Hoy  debía  hacerlo  porque  mañana,  fatalmente,  los  ultrajados  de  hoy  lo
                  ultrajarían a él. Un reflejo del cristal lo cegó y se llevó la mano a los párpados: siempre
                  había escogido bien, al gran chingón, al caudillo emergente contra el caudillo en ocaso.
                  Se  abrió  el  inmenso  Zócalo,  con  los  puestos  entre  las  arcadas  y  las  campanas  de
                  Catedral entonaron el bronce profundo de las dos de la tarde. Mostró la credencial de
                  diputado  al  guardia  de  la  entrada  de  Moneda.  El  invierno  cristalino  de  la  meseta
                  recortaba la silueta eclesiástica del México viejo y grupos de estudiantes en época de
                  exámenes bajaban por las calles de Argentina y Guatemala. Estacionó el automóvil en el
                  patio.  Subió  en  el  ascensor  de  jaula.  Recorrió  los  salones  de  palo-de-rosa  y  arañas
                  luminosas y tomó asiento en la antesala. A su alrededor, las voces más bajas sólo se
                  levantaban para pronunciar con unción las tres palabras:
                      —El Señor Presidente
                      —Ol Soñor Prosodonto.
                      —Al Sañar Prasadanta.
                      —¿El diputado Cruz? Pase.
                      El gordo le tendió los brazos y los dos se palmearon las espaldas y las cinturas y se
                  frotaron las caderas y el gordo rió como siempre, desde adentro y hacia adentro e hizo
                  con  el  dedo  índice  el  gesto  de  disparar  a  la  cabeza  y  volvió  a  reír  sin  voz,  con  la
                  agitación silenciosa de la barriga  y las mejillas  oscuras. Se abotonó con dificultad el
                  cuello  del  uniforme  y  le  preguntó  si  había  leído  la  prensa  y  él  dijo  que  sí,  que  ya
                  entendía el juego pero que todo eso no tenía importancia y que él sólo venía a reiterarle
                  su adhesión al señor Presidente, su  adhesión incondicional, y el  gordo le preguntó si
                  deseaba algo y él le habló de algunos terrenos baldíos en las afueras de la ciudad, que no
                  valían gran cosa hoy pero que con el tiempo se podrían fraccionar y el otro prometió
                  arreglar el asunto porque después de todo ya eran cuates, ya eran hermanos, y el señor
                  diputado venía luchando, uuuy, desde el  año '13  y  ya tenía derecho a vivir seguro  y
                  fuera  de  los  vaivenes  de  la  política:  eso  le  dijo  y  le  acarició  el  brazo  y  volvió  a
                  palmearle las espaldas y las caderas para sellar la amistad. Se abrió la puerta de manijas
                  doradas  y  salieron  del  otro  despacho  el  general  Jiménez,  el  coronel  Gavilán  y  otros
                  amigos  que  anoche  habían  estado  con  la  Saturno  y  pasaron  sin  verlo  a  él,  con  las
                  cabezas inclinadas y el gordo volvió a reír y le dijo que muchos amigos suyos habían
                  venido a ponerse a la disposición del señor Presidente en esta hora de unidad y extendió
                  el brazo y le invitó a que pasara.
                      Al fondo del despacho, junto a una luz verdosa, vio esos ojos atornillados al fondo
                  del cráneo, esos ojos de tigre en acecho y bajó la cabeza y dijo: —A sus órdenes, señor
                  Presidente... Para servirle a usted incondicionalmente, se lo aseguro, señor Presidente...



                      YO huelo ese óleo viejo que me embarran en los ojos, la nariz, los labios, los pies
                  fríos, las manos azules, los muslos, cerca del sexo y pido que abran la ventana: quiero

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