Page 70 - La muerte de Artemio Cruz
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respirar. Lanzo este sonido hueco por las ventanillas de la nariz y los dejo hacer y cruzo
                  los brazos sobre el estómago. El lino de la sábana, su frescura. Eso sí es importante.
                  ¿Qué saben ellos, Catalina, el cura, Teresa, Gerardo?
                      —Déjenme...
                      —Qué sabe el médico. Yo lo conozco mejor. Es otra burla.
                      —No digas nada.
                      —Teresita no contradigas a tu padre... digo, a tu madre... No ves que...
                      —Já. Tú eres tan responsable como él. Tú por débil y cobarde, él por... por...
                      —Basta. Basta. —
                      —Buenas tardes.
                      —Por aquí.
                      —Basta, por Dios.
                      —Sigan, sigan.
                      ¿En qué estaba pensando? ¿Qué recordaba?
                      —...como limosneros ¿por qué obliga a Gerardo a trabajar?
                      ¿Qué saben ellos, Catalina, el cura, Teresita, Gerardo? ¿Qué importancia van a tener
                  sus aspavientos de duelo o las expresiones de honor que aparecerán en los periódicos?
                  ¿Quién tendrá la honradez de decir, como yo lo digo ahora, que mi único amor ha sido
                  la posesión de las cosas, su propiedad sensual? Eso es lo que quiero. La sábana que
                  acaricio.  Y  todo  lo  demás,  lo  que  ahora  pasa  frente  a  mis  ojos.  Un  piso  de  mármol
                  italiano, veteado de verde  y negro. Las botellas que conservan el verano de aquellos
                  lugares. Los cuadros viejos, de barniz descascarado, que recogen en un solo manchón la
                  luz del sol o de los candiles, que permiten recorrerlos pausadamente con la vista y el
                  tacto, sentado sobre un sofá de cuero blanco con chapas de oro, con el vaso de coñac en
                  una mano y el puro en la otra, vestido con un smoking ligero, de seda y zapatillas de
                  charol suaves plantadas sobre un tapete hondo y silencioso de merino. Allí se posesiona
                  un hombre del paisaje y de los rostros de otros hombres. Allí, o sentado en la terraza
                  frente al Pacífico, mirando la puesta de sol y repitiendo con los sentidos, los más tensos,
                  ah, sí, los más deliciosos, el ir y venir, la fricción de ese oleaje plateado sobre la arena
                  húmeda.  Tierra.  Tierra  que  puede  traducirse  en  dinero.  Terrenos  cuadriculados  de  la
                  ciudad  sobre  los  que  empieza  a  levantarse  el  bosque  de  varillas  de  la  construcción.
                  Terrenos  verdes  y  amarillos  del  campo,  siempre  los  mejores,  cerca  de  las  presas,
                  recorridos  por  el  zumbido  del  tractor.  Terrenos  verticales  de  las  montañas  mineras,
                  cofres pardos. Máquinas: ese olor sabroso de la rotativa que vomita sus hojas con un
                  ritmo acelerado...
                      «—Eh, don Artemio, ¿se siente mal?»
                      «—No, es el calor. Esta resolana. ¿Qué hay, Mena? ¿Quiere abrir las ventanas?
                      «—Ahora mismo... »
                      Ah, los ruidos de la calle. De un golpe. No es posible separar unos de otros. Ah, los
                  ruidos de la calle.
                      «—¿Qué usted desea, don Artemio?
                      «—Mena,  usted  sabe  con  cuánto  entusiasmo  defendimos  aquí,  hasta  el  último
                  momento, al presidente Batista. Pero ahora que ya no está en el poder, no es tan fácil, y
                  menos defender al general Trujillo, aunque siga en el poder. Usted representa a los dos
                  y debe comprender... Resulta exiguo...
                      «—Bueno, usted no se preocupe, don Artemio, que yo veré de arreglarlo. Aunque
                  con tanto siquitrillado... Y ya que hablamos de eso, aquí le traigo ahora unas cuartillas
                  explicando la obra del Benefactor... Más nada...



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