Page 25 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Todos se rieron, incluso él. Me quedé sin saber el motivo de esa risa.
                  Pero el vino me liberaba, y no necesitaba controlar todo lo que sucedía.
                         Callé, miré alrededor, hice un comentario cualquiera sobre un asunto
                  que olvidé en seguida. Y volví a pensar en los días festivos.
                         Era bueno estar allí, conociendo gente nueva. Las personas discutían
                  cosas serias entre los comentarios graciosos, y yo tenía la sensación de estar
                  participando en lo que ocurría en el mundo. Al menos por esa noche no era una
                  mujer que asiste a la vida mediante la televisión o los periódicos.

                         Cuando volviese a Zaragoza tendría muchas cosas que contar. Si acep-
                  taba la invitación para el día de la Inmaculada, quizá podría vivir un año entero
                  de nuevos recuerdos.

                         «Él tenía toda la razón para no atender a mi conversación sobre Soria»,
                  pensé. Y sentí pena de mí misma: hacía años que el cajón de mi memoria
                  guardaba las mismas historias.

                         — Bebe un poco más —dijo un hombre de pelo blanco, llenándome el
                  vaso.

                         Bebí. Pensé en las pocas cosas que tendría para contar a mis hijos y
                  nietos.
                         — Cuento contigo—dijo él, de modo que solamente yo pudiera oírlo—.
                  Vamos hasta Francia.
                         El vino me dejaba más libre para decir lo que pensaba.

                         — Sólo si podemos dejar bien en claro una cosa —respondí.
                         — ¿Qué?

                         — Aquello que me dijiste antes de la conferencia. En el café.
                         — ¿La medalla?

                         — No —respondí, mirándolo a los ojos y haciendo lo posible para pare-
                  cer sobria—. Aquello que dijiste.
                         — Después hablamos —dijo él, cambiando de tema.
                         La declaración de amor. No habíamos tenido tiempo para charlar, pero
                  podría convencerlo de que no era nada de aquello.

                         — Si quieres que viaje contigo, tienes que escucharme —dije.
                         — No quiero conversar aquí. Nos estamos divirtiendo.

                         — Tú te fuiste muy pronto de Soria—insistí—. Yo no soy más que un la-
                  zo con tu tierra. Te acerqué a tus raíces, y eso te dio fuerzas para seguir ade-
                  lante. Pero ya está. No puede existir ningún amor.

                         Él me escuchó sin hacer ningún comentario. Alguien lo llamó para oír su
                  opinión, y no pude seguir con la conversación.

                         «Por lo menos he dejado claro lo que pienso», me dije. No podía existir
                  semejante amor; eso sólo ocurría en los cuentos de hadas.

                         Porque, en la vida real, el amor necesita ser posible. Incluso aunque no
                  haya una retribución inmediata, el amor sólo consigue sobrevivir cuando existe
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