Page 110 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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grave error calificar el arte azteca de arte estatal o político. El Estado y la Política no habían logrado su
        autonomía; el poder estaba aún teñido de religión y magia. En verdad, el arte azteca no expresa las tendencias
        del Estado sino las de la religión. Se dirá que se trata de un juego de palabras, ya que el carácter religioso del
        Estado no limita sino robustece su poder. La observación no es justa: no es lo mismo una religión que
        encarna en un Estado, como ocurre entre los aztecas, que un Estado que se sirve de la religión, según
        acontece con los romanos. La diferencia es de tal modo importante que sin ella no podría comprenderse la
        política azteca frente a Cortés. Y hay más: el arte azteca es, literalmente, religión. La escultura, el poema o la
        pintura no son «obras de arte»; tampoco son representaciones, sino encarnaciones, vivas manifestaciones de
        lo sagrado. Y del mismo modo: el carácter absoluto, total y totalitario del Estado mexica no es de orden
        político sino de índole religiosa. El Estado es religión: jefes, guerreros y simples mecehuales son categorías
        religiosas. Las formas en que se expresa el arte azteca, tanto como las expresiones de la política, constituyen
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        un lenguaje sagrado compartido por toda la sociedad .
        El contraste entre romanos y aztecas muestra las diferencias entre arte sagrado y arte oficial. El arte del
        Imperio aspira a lo sagrado. Más si es natural el tránsito de lo sagrado a lo profano, de lo mítico a lo político
        —según se ve en la antigua Grecia o al final de la Edad Media—, no lo es el salto inverso. En realidad, no
        estamos ante un Estado religioso sino ante una religión de Estado. Augusto o Nerón, Marco Aurelio o
        Calígula, «delicias del género humano* o «monstruos coronados», son seres temidos o amados pero no son
        dioses. Y tampoco son divinas las imágenes con que pretenden eternizarse. El arte imperial es un arte oficial.
        Aunque Virgilio tiene puestos los ojos en Hornero y en la Antigüedad griega, sabe que la unidad original se
        ha roto para siempre. Al universo de federaciones, alianzas y rivalidades de la polis clásica, sucede el desierto
        urbano de la Metrópoli; a la religión comunal, la religión de Estado; a la antigua piedad, que comulga en los
        altares públicos, como en la época de Sófocles, la actitud interior de los filósofos; el rito público se vuelve
        función oficial y la verdadera actitud religiosa se expresa como contemplación solitaria; las sectas filosóficas
        y místicas se multiplican. El esplendor de la época de Augusto —y, posteriormente, el de los Antoninos—
        que debe hacernos olvidar que se trata de breves períodos de respiro y tregua. Pero ni la benevolencia
        ilustrada de unos hombres, ni la voluntad de otros —así se llamen Augusto o Trajano— pueden resucitar a
        los muertos. Arte oficial, en sus mejores y más altos momentos el romano es un arte de corte, dirigido a una
        minoría selecta. La actitud de los poetas de ese tiempo puede ejemplificarse con estos versos de Horacio:


        Odi profanum vulgus et arceo. Favete Hnguis: carmina non prius audita Musarum sacerdos Virginibus
        puensque canto...


        En cuanto a la literatura española de los siglos XVI y XVII y su relación con la monarquía de los Austrias:
        casi todas las formas artísticas de ese período nacen en ese momento en que España se abre a la cultura
        renacentista, sufre la influencia de Erasmo y participa en las tendencias que preparan la época moderna (La
        Celestina, Nebrija, Garcilaso, Vives, los hermanos Valdés, etc.). Incluso los artistas que pertenecen a lo que
        Valbuena Prat llama «reacción mística» y «período nacional», cuya nota común es la oposición al
        europeísmo y «modernismo» de la época del Emperador, no hacen sino desarrollar las tendencias y formas
        que unos años antes España se apropia. San Juan imita a Garcilaso (posiblemente a través del «Garcilaso a lo
        divino» de Sebastián de Córdoba); fray Luis de León cultiva exclusivamente las formas poéticas
        renacentistas y en su pensamiento se alían Platón y el cristianismo; Cervantes —figura entre dos épocas y
        ejemplo de escritor laico en una sociedad de frailes y teólogos— «recoge los fermentos erasrnistas del siglo



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                 No  es  ésta  la  ocasión  para  examinar  más  de  cerca  la  naturaleza  de  la  sociedad  azteca  y  desentrañar  la
        verdadera  significación  de  su  arte.  Baste  apuntar  que  al  dualismo  de  la  religión  (cultos  agrarios  de  las  antiguas
        poblaciones  del  Valle  y  dioses  guerreros  propiamente  aztecas)  corresponde  también  una  organización  dual  de  la
        sociedad. Sabemos, por otra parte, que casi siempre los aztecas emplearon a extranjeros vasallos como artífices y
        constructores. Todo esto hace sospechar que nos encontramos ante un arte y una religión que recubren, por medio de
        la acumulación y la superposición de elementos propios y ajenos, una escisión interior. Nada parecido nos ofrecen el
        arte maya de la gran época, el «olmeca» o el de Teoáhuacán, en donde la unidad de las formas es Ubre y espontánea,
        no conceptual y externa, como en la  Coatlicue,  La  línea  viva  y natural de los  relieves  de  Palenque —o la  severa
        geometría de Teotihuacán— nos hacen vislumbrar una conciencia religiosa no desgarrada, una visión del mundo que
        ha crecido naturalmente y no por acumulación, superposición y reacomodo de elementos dispersos. O sea: el arte
        azteca tiende a un sincretismo, no del todo realizado, de contrarias concepciones del mundo, en tanto que el de las
        culturas más  antiguas  no  es sino  el  desarrollo  natural  de  una  visión  única y  propia. Y  éste  es  otro  de  los  rasgos
        bárbaros de la sociedad azteca, frente a las antiguas civilizaciones mesoamericanas.
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