Page 112 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
P. 112

vida propia, individualidad y carácter, sin que esa pluralidad rompa la unidad del conjunto. La disposición de
        la catedral parece una viva materialización de aquella sociedad en la que, frente al poder monárquico y
        feudal, las comunidades y corporaciones forman un complicado sistema solar de federaciones, ligas, pactos y
        contratos. La libre espontaneidad de las comunas, no la autoridad de Papas y Emperadores, otorga al arte
        gótico su doble movimiento: por una parte lanzado hacia arriba como una flecha: por la otra, extendido
        horizontalmente, albergando y cubriendo, sin oprimirlas, todas las especies, géneros e individuos de la
        creación. En realidad, el gran arte del Papado corresponde al período barroco y su representante típico es
        Bernini.
        Las relaciones entre el Estado y la creación artística dependen, en cada caso, de la naturaleza de la sociedad a
        que ambos pertenecen. Mas en términos generales —hasta donde es posible extraer conclusiones en una
        esfera tan amplia y contradictoria— el examen histórico corrobora que no solamente el Estado jamás ha sido
        creador de un arte de veras valioso sino que cada vez que intenta convertirlo en instrumento de sus fines
        acaba por desnaturalizarlo y degradarlo. Así, el «arte para pocos» casi siempre es la libre respuesta de un
        grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se oponen a un arte oficial o a la descomposición del lenguaje
        social. Góngora en España, Séneca y Lucano en Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo Imperio y la
        Tercera República, son ejemplos de artistas que, al afirmar su soledad y rehusarse al auditorio de su época,
        logran una comunicación que es la más alta a que puede aspirar un creador: la de la posteridad. Gracias a
        ellos el lenguaje, en lugar de dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere
        conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación.
        Su hermetismo —jamás del todo impenetrable, sino siempre abierto al que quiera arriesgarse tras la muralla
        ondulante y erizada de las palabras— es parecido al de la semilla. Encerrada, duerme la vida futura. Siglos
        después de muertos, la oscuridad de estos poetas se vuelve luz. Y su influencia es de tal modo profunda que
        puede llamárseles, más que poetas de poemas, poetas o creadores de poetas. En sus armas figuran siempre el
        fénix, la granada y la espiga eleusina.


             2. Poesía y respiración


        Étiemble sostiene que el placer poético acaso sea de origen fisiológico. Y más exactamente: muscular y
        respiratorio. Para justificar su afirmación subraya que la medida del alejandrino francés —el tiempo que
        tardamos en pronunciarlo— coincide con el ritmo de la respiración. Otro tanto ocurre con el endecasílabo
        español y con el italiano. No explica Étiemble, sin embargo, cómo y por qué también nos producen placer
        versos de medidas más cortas o más largas. Durante muchos siglos el octosílabo fue el verso nacional
        español, y todavía después de la reforma de Garcilaso, las ocho sílabas del romance siguen siendo recurso
        constante de poetas de nuestra lengua. ¿Puede negarse el placer con que escuchamos y decimos nuestro viejo
        octosílabo?; ¿y los largos versos de Whitman?; ¿y el verso blanco de los isabelinos? La medida parece más
        bien depender del ritmo del lenguaje común —esto es, de la música de la conversación, según ha mostrado
        Eliot en un ensayo muy conocido— que de la fisiología. La medida del verso se encuentra ya en germen en la
        de la frase. El ritmo verbal es histórico y la velocidad, lentitud o tonalidades que adquiere el idioma en este o
        aquel momento, en esta o aquella boca, tienden a cristalizar luego en el ritmo poético. El «ritmo de la época»
        es algo más que una expresión figurada y podría hacerse una suerte de historia de cada nación —y de cada
        hombre— a partir de su ritmo vital. Ese ritmo —el tiempo de la acción, del pensamiento y de la vida social—
        es también y sobre todo ritmo verbal.
        La velocidad vertiginosa y alada de Lope de Vega se convierte en Calderón en majestuoso, enfático paseo
        por el idioma; la poesía de Huidobro es una serie de disparos verbales, según conviene a su temperamento y
        al de la generación de la primera posguerra, que acababa de descubrir la velocidad mecánica; el ritmo del
        verso de César Vallejo procede del lenguaje peruano... El placer poético es placer verbal y está fundado en el
        idioma de una época, una generación y una comunidad.
        No niego que existe una relación indudable entre la respiración y el verso: todo hecho espiritual es también
        físico, Pero esa relación no es la única ni la determinante, pues de serlo realmente sólo habría versos de una
        misma medida en todos los idiomas. Todos sabemos que mientras los japoneses no practican sino los metros
        conos —cinco y siete sílabas—, árabes y hebreos prefieren los largos. Recitar versos es un ejercicio
        respiratorio, pero es un ejercicio que no termina en sí mismo. Respirar bien, plena, profundamente, no es sólo
        una práctica de higiene ni un deporte, sino una manera de unirnos al mundo y participar en el ritmo universal.
        Recitar versos es como danzar con el movimiento general de nuestro cuerpo y de la naturaleza. El principio
        de analogía o correspondencia desempeña aquí una función decisiva. Recitar fue —y sigue siendo— un rito.
   107   108   109   110   111   112   113   114