Page 111 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
P. 111

61
        XVI» , aparte de sufrir la influencia directa de la cultura y libre vida de Italia. El Estado y la Iglesia
        canalizan, limitan, podan y se sirven de esas tendencias, pero no las crean. Y si se vuelven los ojos a la
        creación más puramente nacional de España —el teatro— lo que asombra es, precisamente, su libertad y
        desenvoltura dentro de las convenciones de la época. En suma, la monarquía austríaca no creó el arte español
        y, en cambio, sí separó a España de la modernidad naciente.
        El ejemplo francés tampoco arroja pruebas convincentes acerca de la pretendida relación de causa a efecto
        entre la centralización del poder político y la grandeza artística. Como en el caso de España, el «clasicismo»
        de la época de Luis XIV fue preparado por la extraordinaria inquietud filosófica, política y vital del siglo
        XVI. La libertad intelectual de Rabelais y Montaigne, el individualismo de las más altas figuras de la lírica
        —desde Marot y Scéve hasta Jean de Sponde, Desportes y Chassignet, pasando por Ronsard y d'Aubigné—,
        el erotismo de Louise Labe y de los Blasonneurs du corps féminin son testimonio de espontaneidad,
        desenvoltura y libre creación. Lo mismo hay que decir de las otras artes y de la vida misma de ese siglo
        individualista y anárquico. Nada más lejos de un estilo oficial, impuesto por un Estado, que el arte de los
        Valois, que es invención, sensualidad, capricho, movimiento, apasionada y lúcida curiosidad. Esta corriente
        penetra el siglo XVII. Pero todo cambia apenas la Monarquía se consolida. A partir de la fundación de la
        Academia, los poetas no se enfrentan solamente a la vigilancia de la Iglesia, sino también a la de un Estado
        vuelto gramático. El proceso de esterilización culmina, años después, con la revocación del Edicto de Nantes
        y el triunfo del partido jesuita. Solamente desde esta perspectiva adquieren verdadera significación la
        querella del Cid y las dificultades de Corneille, los sinsabores y amarguras de Moliere, la soledad de La
        Fontaine y, en fin, el silencio de Racine —un silencio que merece algo más que una simple explicación
        psicológica y que me parece constituir un símbolo de la situación espiritual de Francia en el «gran siglo».
        Estos ejemplos muestran que las artes más bien deben temer que agradecer una protección que termina por
        suprimirlas con el pretexto de guiarlas. El «clasicismo» del Rey Sol esterilizó a Francia. Y no es exagerado
        sostener que el romanticismo, el realismo y el simbolismo del siglo XIX son una profunda negación del
        espíritu del «gran siglo» y una tentativa por reanudar la libre tradición del XVI.
        La antigua Grecia revela que el arte comunal es espontáneo y libre. Es imposible comparar la polis ateniense
        con el Estado cesáreo, el Papado, la Monarquía absoluta o los modernos Estados totalitarios. La autoridad
        suprema de Atenas es la Asamblea de ciudadanos, no un remoto grupo de burócratas apoyados en el ejército
        y la policía. La violencia con que la tragedia y la comedia antigua tratan los asuntos de la polis contribuye a
        explicar la actitud de Platón, que deseaba «la intervención del Estado en la libertad de la creación poética».
        Basta leer a los trágicos —especialmente a Eurípides— o Aristófanes para darse cuenta de la incomparable
        libertad y desenfado de estos artistas. Esa libertad de expresión se fundaba en la libertad política. Y aun
        puede decirse que la raíz de la concepción del mundo de los griegos era la soberanía y libertad de la polis.
        «Acaso en el mismo año en que Aristófanes presenta sus Nafas —dice Burckhardt en su Historia de la cultura
        griega—, aparece la memoria política más vieja del mundo: Acerca del Estado de los atenienses.'» Reflexión
        política y creación artística viven en el mismo clima. Los pintores y escultores gozaron de parecida libertad,
        dentro de las limitaciones de sus oficios y de las condiciones en que se les empleaba. Los políticos de aquella
        época, al contrario de lo que ocurre en nuestros días, tuvieron el buen sentido de abstenerse de legislar sobre
        los estilos artísticos.
        El arte griego participó en los debates de la ciudad porque la constitución misma de la polis exigía la libre
        opinión de los ciudadanos sobre los asuntos públicos. Un arte «político» sólo puede nacer allí donde existe la
        posibilidad de expresar opiniones políticas, es decir, allí donde reina la libertad de hablar y pensar. En este
        sentido el arte ateniense fue «político», pero no en la baja acepción contemporánea de la palabra. Léanse Los
        persas para saber lo que es tratar el adversario con ojos limpios de las deformaciones de la propaganda. Y la
        ferocidad de Aristófanes se ejerció siempre contra sus conciudadanos; los extremos a que recurre para
        ridiculizar a sus enemigos forman parte del carácter de la comedia antigua. Esta beligerancia política del arte
        nacía de la libertad. Y a nadie se le ocurrió perseguir a Safo porque cantase el amor en lugar de las luchas de
        la ciudad. Hubo que esperar hasta el sectario y mezquino siglo XX para conocer semejante vergüenza.
        El arte gótico no fue obra de Papas o Emperadores, sino de las ciudades y las órdenes religiosas. Lo mismo
        puede decirse de la institución intelectual típica de la Edad Media: la Universidad. Como ella, la catedral es
        creación de las comunas urbanas. Se ha dicho muchas veces que esos templos expresan en su verticalidad la
        aspiración cristiana hacia el más allá. Hay que añadir que si la dirección del edificio tenso y como lanzado al
        cielo, encarna el sentido de la sociedad medieval, su estructura revela la composición de esa misma sociedad.
        En efecto, todo está lanzado hacia arriba, hacia el cielo; pero, al mismo tiempo, cada parte del edificio posee

             61
                Ángel Valbuena Prat, Historia de la literatura española, 1946.
   106   107   108   109   110   111   112   113   114