Page 37 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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a frente, irreductibles, hostiles. Las imágenes del humor pertenecen generalmente a esta última clase: la
        contradicción sólo sirve para señalar el carácter irreparablemente absurdo de la realidad o del lenguaje. En
        fin, a pesar de que muchas imágenes se despliegan conforme al orden hegeliano, casi siempre se trata más
        bien de una semejanza que de una verdadera identidad. En el proceso dialéctico piedras y plumas
        desaparecen en favor de una tercera realidad, que ya no es ni piedras ni plumas sino otra cosa. Pero en
        algunas imágenes —precisamente las más altas— las píedrias y las plumas siguen siendo lo que son: esto es
        esto y aquello es aquello; y al mismo tiempo, esto es aquello: las piedras son plumas, sin dejar de ser piedras.
        Lo pesado es lo ligero. No hay la transmutación cualitativa que pide la lógica de Hegel, como no hubo la
        reducción cuantitativa de la ciencia. En suma, también para la dialéctica la imagen constituye un escándalo y
        un desafío, también viola las leyes del pensamiento. La razón de esta insuficiencia —porque es insuficiencia
        no poder explicarse algo que está ahí, frente a nuestros ojos, tan real como el resto de la llamada realidad—
        quizá consiste en que la dialéctica es una tentativa por salvar los principios lógicos —y, en especial, el de
        contradicción— amenazados por su cada vez más visible incapacidad para digerir el carácter contradictorio
        de la realidad. La tesis no se da al mismo tiempo que la antítesis; y ambas desaparecen para dar paso a una
        nueva afirmación que, al englobarlas, las trasmuta. En cada uno de los tres momentos reina d principio de
        contradicción. Nunca afirmación y negación se dan como realidades simultáneas, pues eso implicaría la
        supresión de la idea misma de proceso. Al dejar intacto al principio de contradicción, la lógica dialéctica
        condena la imagen, que se pasa de ese principio.
        Como el resto de las ciencias, la lógica no ha dejado de hacerse la pregunta crítica que toda disciplina debe
        hacerse en un momento u otro: la de sus fundamentos. Tal es, si no me equivoco, el sentido de las paradojas
        de Bertrand Russell y, en un extremo opuesto, el de las investigaciones de Husserl. Así, han surgido nuevos
        sistemas lógicos. Algunos poetas se han interesado en las investigaciones de S. Lupasco, que se propone
        desarrollar series de proposiciones fundadas en lo que él llama principio de contradicción complementaria.
        Lupasco deja intactos los términos contrarios, pero subraya su interdependencia. Cada término puede
        actualizarse en su contrario, del que depende en razón directa y contradictoria: A vive en función
        contradictoria de B; cada alteración en A produce consecuentemente una modificación, en sentido inverso, en
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        B . Negación y afirmación, esto y aquello, piedras y plumas, se dan simultáneamente y en función
        complementaria de su opuesto.
        El principio de contradicción complementaria absuelve a algunas imágenes, pero no a todas. Lo mismo,
        acaso, debe decirse de otros sistemas lógicos. Ahora bien, el poema no sólo proclama la coexistencia
        dinámica y necesaria de los contrarios, sino su final identidad. Y esta reconciliación, que no implica
        reducción ni transmutación de la singularidad de cada término, sí es un muro que hasta ahora el pensamiento
        occidental se ha rehusado a saltar o a perforar. Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción
        neta y tajante entre lo que es y lo que no es. El ser no es el no ser. Este primer desarraigo —porque fue un
        arrancar al ser del caos primordial— constituye el fundamento de nuestro pensar. Sobre esta concepción se
        construyó el edificio de las «ideas claras y distintas», que si ha hecho posible la historia de Occidente
        también ha condenado a una suerte de ilegalidad toda tentativa de asir al ser por vías que no sean las de esos
        principios. Mística y poesía han vivido así una vida subsidiaria, clandestina y disminuida. El desgarramiento
        ha sido indecible y constante. Las consecuencias de ese exilio de la poesía son cada día más evidentes y
        aterradoras: el hombre es un desterrado del fluir cósmico y de sí mismo. Pues ya nadie ignora que la
        metafísica occidental termina en un solipsismo. Para romperlo, Hegel regresa hasta Heráclito. Su tentativa no
        nos ha devuelto la salud. El castillo de cristal de roca de la dialéctica se revela al fin como un laberinto de
        espejos. Husserl se replantea de nuevo todos los problemas y proclama la necesidad de «volver a los hechos».
        Mas el idealismo de Husserl parece desembocar también en un solipsismo. Heidegger retorna a los
        presocráticos para hacerse la misma pregunta que se hizo Parménides y encontrar una respuesta que no
        inmovilice al ser. No conocemos aún la palabra última de Heidegger, pero sabemos que su tentativa por
        encontrar el ser en la existencia tropezó con un muro. Ahora, según lo muestran algunos de sus escritos
        últimos, se vuelve a la poesía. Cualquiera que sea el desenlace de su aventura, lo cierto es que, desde este
        ángulo, la historia de Occidente puede verse como la historia de un error, un extravío, en el doble sentido de
        la palabra: nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo.
        El pensamiento oriental no ha padecido este horror a lo «otro», a lo que es y no es al mismo tiempo. El
        mundo occidental es el del «esto o aquello»; el oriental, el del «esto y aquello», y aun el de «esto es aquello».
        Ya en el más antiguo Upanishad se afirma sin reticencias el principio de identidad de los contrarios: «Tú eres
        mujer. Tú eres hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú, como un viejo, te apoyas en un

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                Stéphane Lupasco, Le Principe d'antagonisme et la logique de Vénergie, París, 1951,
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