Page 33 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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ingenioso. Pero a veces la lucha cesa y brotan versos transparentes en que todo pacta y se acompasa un no sé
        qué que quedan balbuciendo


        Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas...

        Milagrosa combinación de acentos y claras consonantes y vocales. El idioma se viste «de hermosura y luz no
        usada». Todo se transfigura, todo se desliza, danza o vuela, movido por unos cuantos acentos. El verso
        español lleva espuelas en los viejos zapatos, pero también alas. Y es tal el poder expresivo del ritmo que a
        veces basta con los puros elementos sonoros para que la iluminación poética se produzca, como en el
        obsesionante y tan citado de San Juan de la Cruz. El éxtasis no se manifiesta como imagen, ni como idea o
        concepto. Es, verdaderamente, lo inefable expresándose inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo, a
        su extrema tensión. El verso dice lo indecible. Es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada, ardiente
        repetición de un pobre sonido: ritmo puro. Compárese este verso con uno de Eliot, en The Waste Landy que
        pretende expresar el mismo arrobo, a un tiempo henchido y vacío de palabras: el poeta inglés acude a una cita
        en lengua sánscrita. Lo sagrado —o, al menos, una cierta familiaridad con lo divino, entrañable y fulminante
        al mismo tiempo— parece encarnar en nuestra lengua con mayor naturalidad que en otras. Y del mismo
        modo: Augurios de  inocencia, de Blake, dice cosas que jamás se han dicho en español y que, acaso, jamás se
        dirán.
        La prosa sufre más que el verso de esta continua tensión. Y es comprensible: la lucha se resuelve» en el
        poema, con el triunfo cíe la imagen, que abraza los contrarios sin aniquilarlos. El concepto en cambio, tiene
        que forcejear entre dos fuerzas enemigas, Por eso la prosa española triunfa en él relato y prefiere la
        descripción al razonamiento.^ alarga entre comas y paréntesis; si la cortamos con puntos, el párrafo se
        convierte en una sucesión de disparos, un jadeo de afirmaciones entrecortadas y los trozos de la serpiente
        saltan en todas direcciones. En ocasiones, para que la marcha no resulte monótona, recurrimos a las
        imágenes. Entonces el discurso vacila y las palabras se echan a bailar. Rozamos las fronteras de lo poético o,
        con más frecuencia, de la oratoria. Sólo la vuelta a lo concreto, a lo palpable con los ojos del cuerpo y del
        alma, devuelve su equilibrio a la prosa. Novelistas, cronistas, teólogos o místicos, todos los grandes prosistas
        españoles relatan, cuentan, describen, abandonan las ideas por las imágenes, esculpen los conceptos.
        Inclusive un filósofo como Ortega y Gasset ha creado una prosa que no se rehúsa a la plasticidad de la
        imagen. Prosa solar, las ideas desfilan bajo una luz de mediodía, cuerpos hermosos en un aire transparente y
        resonante, aire de alta meseta hecha para los ojos y la escultura. Nunca las ideas se habían movido con mayor
        donaire: «hay estilos de pensar que son estilos de danzar». La naturaleza del idioma favorece el nacimiento
        de talentos extremados, solitarios y excéntricos. Al revés de lo que pasa en Francia, entre nosotros la mayoría
        escribe mal y canta bien. Aun entre los grandes escritores, las fronteras entre prosa y poesía son indecisas. En
        español hay una prosa en el sentido artístico del vocablo, es decir, en el sentido en que el prosista ValleInclán
        es un gran poeta, pero no la hay en el sentido recto de la palabra: discurso, teoría intelectual.
        Cada vez que surge un gran prosista, nace de nuevo el lenguaje. Con él empieza una nueva tradición. Así, la
        prosa tiende a confundirse con la poesía, a ser ella misma poesía. El poema, por el contrario, no puede
        apoyarse en la prosa española. Situación única en la época moderna. La poesía europea contemporánea es
        inconcebible sin los estudios críticos que la preceden, acompañan y prolongan. Una excepción sería la de
        Antonio Machado. Pero hay una ruptura entre su poética —al menos entre lo que considero el centro de su
        pensamiento— y su poesía. Ante el simbolismo de los poetas «modernistas» y ante las imágenes de la
        vanguardia, Machado mostró la misma reticencia; y frente a las experiencias de este último movimiento sus
        juicios fueron severos e incomprensivos. Su oposición a estas tendencias lo hizo regresar a las formas de la
        canción tradicional. En cambio, sus reflexiones sobre la poesía son plenamente modernas y aun se adelantan
        a su tiempo. Al prosista, no al poeta, debemos esta intuición capital: la poesía, si es algo, es revelación de la
        «esencial heterogeneidad del ser», erotismo, «otredad». Sería vano buscar en sus poemas la revelación de esa
        «otredad» o la visión de nuestra extrañeza. Su descubrimiento aparece en su obra poética como idea, no
        como realidad, quiero decir: no se tradujo en la creación de un lenguaje que encarnase nuestra «otredad».
        Así, no tuvo consecuencias en su poesía.
        Durante muchos años el prestigio de la preceptiva neoclásica impidió una justa apreciación de nuestra poesía
        medieval. La versificación irregular parecía titubeo e incertidumbre de aprendices. La presencia de metros de
        distintas longitudes en nuestros cantares épicos era fruto de la torpeza del poeta, aunque los entendidos
        advertían cierta tendencia a la regularidad métrica. Sospecho que esa tendencia «a la regularidad» es una
        invención moderna. Ni el poeta ni los oyentes oían las «irregularidades» métricas y sí eran muy sensibles a su
        profunda unidad rítmica e imaginativa. No creo, además, que sepamos cómo se decían esos versos. Se olvida
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