Page 42 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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La revelación poética




        El reproche que hace Chuang—tsé a las palabras no alcanza a la imagen, porque ella ya no es, en sentido
        estricto, función verbal. En efecto, el lenguaje es sentido de esto o aquello. El sentido es el nexo entre el
        nombre y aquello que nombramos. Así, implica distancia entre uno y otro. Cuando enunciamos cierta clase
        de proposiciones («el teléfono es comer», «María es un triángulo», etc.) se produce un sinsentido porque la
        distancia entre la palabra y la cosa, el signo y el objeto se hace insalvable: el puente, el sentido, se ha roto. El
        hombre se queda solo, encerrado en su lenguaje. Y en verdad se queda también sin lenguaje, pues las
        palabras que emite son puros sonidos que ya no significan nada. Con la imagen sucede lo contrario. Lejos de
        agrandarse, la distancia entre la palabra y la cosa se acorta o desaparece del todo: el nombre y lo nombrado
        son ya lo mismo. El sentido —en la medida en que es nexo o puente— también desaparece: no hay nada ya
        que asir, nada que señalar. Mas no se produce el sinsentido o el contrasentido, sino algo que es indecible e
        inexplicable excepto por sí mismo. De nuevo: el sentido de la imagen es la imagen misma. El lenguaje
        traspasa el círculo de los significados relativos, el esto y el aquello, y dice lo indecible: las piedras son
        plumas, esto es aquello. El lenguaje indica, representa; el poema no explica ni representa: presenta. No alude
        a la realidad; pretende —y a veces lo logra— recrearla. Por tanto, la poesía es un penetrar, un estar o ser en la
        realidad.
        La verdad del poema se apoya en la experiencia poética, que no difiere esencialmente de la experiencia de
        identificación con la «realidad de la realidad», tal como ha sido descrita por el pensamiento oriental y una
        parte del occidental. Esta experiencia, reputada por indecible, se expresa y comunica en la imagen. Y aquí
        nos enfrentamos a otra turbadora propiedad del poema, que será examinada más adelante (pp. 148 ss.): en
        virtud de ser inexplicable, excepto por sí misma, la manera propia de comunicación de la imagen no es la
        transmisión conceptual. La imagen no explica: invita a recrearla y, literalmente, a revivirla. El decir del poeta
        encarna en la comunión poética. La imagen trasmuta al hombre y lo convierte a su vez en imagen, esto es, en
        espacio donde los contrarios se funden. Y el hombre mismo, desgarrado desde el nacer, se reconcilia consigo
        cuando se hace imagen, cuando se hace otro. La poesía es metamorfosis, cambio, operación alquímica, y por
        eso colinda con la magia, la religión y otras tentativas para transformar al hombre y hacer de «éste» y de
        «aquél» ese «otro» que es él mismo. El universo deja de ser un vasto almacén de cosas heterogéneas. Astros,
        zapatos, lágrimas, locomotoras, sauces, mujeres, diccionarios, todo es una inmensa familia, todo se comunica
        y se transforma sin cesar, una misma sangre corre por todas las formas y el hombre puede ser al fin su deseo:
        él mismo. La poesía pone al hombre fuera de sí y, simultáneamente, lo hace regresar a su ser original: lo
        vuelve a sí. El hombre es su imagen: él mismo y aquel otro. A través de la frase que es ritmo, que es imagen,
        el hombre —ese perpetuo llegar a ser— es. La poesía es entrar en el ser.

             La otra orilla



        El hombre se vierte en el ritmo, cifra de su temporalidad; el ritmo, a su vez, se declara en la imagen; y la
        imagen vuelve al hombre apenas unos labios repiten el poema. Por obra del ritmo, repetición creadora, la
        imagen —haz de sentidos rebeldes a la explicación— se abre a la participación. La recitación poética es una
        fiesta: una comunión. Y lo que se reparte y recrea en ella es la imagen. El poema se realiza en la
        participación, que no es sino recreación del instante original. Así, el examen del poema nos lleva al de la
        experiencia poética. El ritmo poético no deja de ofrecer analogías con el tiempo mítico; la imagen con el
        decir místico; la participación con la alquimia mágica y la comunión religiosa. Todo nos lleva a insertar el
        acto poético en la zona de lo sagrado. Pero todo, desde la mentalidad primitiva hasta la moda, los fanatismos
        políticos y el crimen mismo, es susceptible de ser considerado como forma de lo sagrado. La fertilidad de
        esta noción —de la que se ha abusado tanto como del psicoanálisis y del historicismo— nos puede llevar a
        las peores confusiones. De ahí que estas páginas no se propongan tanto explicar la poesía por lo sagrado
        como trazar las fronteras entre ambos y mostrar que la poesía constituye un hecho irreductible, que sólo
        puede comprenderse totalmente por sí mismo y en sí mismo.
        El hombre moderno ha descubierto modos de pensar y de sentir que no están lejos de lo que llamamos la
        parte nocturna de nuestro ser. Todo lo que la razón, la moral o las costumbres modernas nos hacen ocultar o
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