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EDITORIAL

Bailar al son

   Afinales del siglo XIX, Émile Jaques-Dalcroze enseñaba solfeo y armonía en el
                          Conservatorio de Ginebra. Pronto advirtió que sus alumnas (ellas eran mayoría)
                          tenían dificultades con el ritmo y, tras analizar la situación, dio con la solución.
                   Descubrió la importancia del movimiento para la educación rítmica y musical. Retiró
                   el mobiliario, cambió la indumentaria y se inventó una didáctica basada en la relación
                   entre música y movimiento. Las señoritas europeas de hace siglo y pico estaban some-
                   tidas a una fuerte represión social y física por medio del vestuario, los corsés, la etique-
                   ta y los movimientos que cabía esperar de ellas en los selectos círculos próximos al
                   conservatorio. Bailar e improvisar suponía una emancipación con enormes implicacio-
                   nes. Por aquella época, Isadora Duncan empezó a danzar descalza y con ropas vaporo-
                   sas. ¡Fue un escándalo!
                   La vinculación entre la danza y la música, entre la educación estética y la educación fí-
                   sica, está presente en la Antigua Grecia, en los principios coréuticos de Platón. En el si-
                   glo XX resurgió el noble propósito de educar a toda la ciudadanía, convertida en pobla-
                   ción universal, y esa educación debía extenderse a las artes y a la música. Joan Llongue-
                   res difundió las enseñanzas de Dalcroze desde Barcelona, donde hoy sigue funcionando
                   su Instituto. Carl Orff y otros grandes pedagogos abundaron en estas ideas. Confirmaron
                   el alto valor educativo de la asociación entre la música y el movimiento y su benéfica
                   influencia en los distintos aprendizajes. Friedrich Nietzsche consideraba perdido aquel
                   día en el que no se bailara, y falsa cualquier verdad que no estuviera “acompañada de
                   una carcajada”.
                   De la danza y el movimiento se suele hablar menos que de la música. Aún pesan las ar-
                   caicas condenas formuladas por los moralistas que contemplaban con desconfianza todo
                   aquello que estuviera ligado al cuerpo. La música ha representando un modelo más idea-
                   lizado o inmaterial, en el que se oculta u olvida la participación directa de nuestro ser
                   anatómico. Pero las virtudes pedagógicas de la música son idénticas a las de la danza.
                   Son aspectos de una misma actividad que promueve un desarrollo armonioso de la inte-
                   ligencia, la afectividad, la coordinación, la sociabilidad, la expresión, la creatividad y la
                   sensibilidad. Rudolf Steiner nos mostró que la danza es el canto que se hace visible.
                   La danza ha estado acompañada de la música, pero no podemos decir lo mismo de la mú-
                   sica, aunque moverse sin hacer ruido, sin sonar, es tan complicado como hacer música sin
                   moverse. Los maestros y psicopedagogos conocen esta realidad. En las escuelas es fre-
                   cuente cantar y bailar, hermanando la actividad física con la musical, jugando con movi-
                   mientos, percusiones corporales, gestos y coreografías. Los maestros saben que el movi-
                   miento forma parte del crecimiento de los niños, de su manera de descubrir el mundo y a
                   los demás. En las escuelas, los niños se mueven, cantan y bailan, pero el sistema educativo
                   todavía sigue reprimiendo esta tendencia natural en pro de la quietud y de un estatismo que
                   muchas veces es también espiritual. En los conservatorios hay iniciativas encomiables, pe-
                   ro todavía siguen presentes muchos corsés. El intercambio de experiencias y la coordina-
                   ción entre profesores de primaria y de conservatorio podrían ser muy fructíferos. Compar-
                   ten objetivos y discípulos de modo que, antes o después, tendrán que bailar al mismo son.
                   Como nos dice la sabiduría popular: “El mundo es un fandango y hay que bailarlo”.

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