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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Llevaba  malas noticias. Los últimos focos de resistencia liberal, según dijo, estaban siendo
           exterminados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado batiéndose en retirada por los
           lados de Riohacha, le encomendó la misión de hablar con Arcadio.  Debía  entregar  la  plaza  sin
           resistencia, poniendo como condición que se respetaran bajo palabra de honor la vida y  las
           propiedades de los liberales. Arcadio examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño
           mensajero que habría podido confundirse con una abuela fugitiva.
              -Usted, por supuesto, trae algún papel escrito -dijo.
              -Por  supuesto -contestó el emisario-, no lo traigo. Es fácil comprender que en las actuales
           circunstancias no se lleve encima nada comprometedor.
              Mientras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la mesa un pescadito de oro. «Creo que con
           esto será suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto era uno de los pescaditos hechos por
           el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo comprado antes de la guerra, o haberlo
           robado, y no tenía por tanto ningún mérito de salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo
           de violar un secreto de guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en misión a Curazao,
           donde esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y adquirir armas y pertrechos suficientes para
           intentar un desembarco a fin de año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era
           partidario de que en aquel momento se hicieran sacrificios inútiles.
              Arcadio  fue  inflexible.  Hizo  encarcelar  al mensajero, mientras comprobaba su identidad, y
           resolvió defender la plaza hasta la muerte.
              No  tuvo  que  esperar mucho tiempo. Las noticias del fracaso liberal fueron cada vez más
           concretas.  A  fines  de  marzo, en una madrugada de lluvias prematuras, la calma tensa de las
           semanas anteriores se resolvió abruptamente con un desesperado toque de corneta, seguido de
           un cañonazo que desbarató la torre del templo. En realidad, la voluntad de resistencia de Arcadio
           era una locura. No disponía de más de cincuenta hombres mal armados, con una dotación
           máxima  de  veinte  cartuchos cada uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos, excitados con
           proclamas altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo por una causa perdida. En medio
           del  tropel  de  botas,  de  órdenes  contradictorias, de cañonazos que hacían temblar la tierra, de
           disparos atolondrados y de toques de corneta sin sentido, el supuesto coronel Stevenson
           consiguió hablar con Arcadio. «Evíteme la indignidad de morir  en  el  cepo  con  estos  trapes  de
           mujer  -le  dijo-.  Si  he  de  morir,  que sea peleando.» Logró convencerlo. Arcadio ordenó que le
           entregaran un arma con veinte cartuchos y lo dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel,
           mientras él iba con su estado mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al
           camino de la ciénaga. Las barricadas habían sido  despedazadas  y  los  defensores  se  batían  al
           descubierto en las calles, primero hasta donde les alcanzaba la dotación de los fusiles, y luego
           con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo. Ante la inminencia de la derrota, algunas
           mujeres  se  echaron  a  la  calle armadas de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión,
           Arcadio encontró a Amaranta que andaba buscándolo como una loca, en camisa de dormir, con
           dos viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había sido desarmado
           en la refriega, y se evadió con Amaranta por una calle  adyacente  para  llevarla  a  casa  Úrsula
           estaba en la puerta, esperando, indiferente a las descargas que habían abierto una tronera en la
           fachada de la casa vecina. La lluvia cedía, pero las calles estaban resbaladizas y blandas como
           jabón derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a Amaranta con
           Úrsula y trató de enfrentarse a do8 soldados que soltaron una andanada ciega desde la esquina.
           Las viejas pistolas guardadas muchos años en un ropero no ;f~½cionaron. Protegiendo a Arcadio
           con su cuerpo, Úrsula intentó arrastrarlo hasta la casa.
              -Ven, por Dios -le gritaba-. ¡Ya basta de locuras!
              Los   soldados los apuntaron.
              -¡Suelte a ese hombre, señora -gritó uno de ellos-, o no respondemos!
              Arcadio empujó a Úrsula hacia la casa y se entregó. Poco después terminaron los disparos y
           empezaron a repicar las campanas. La resistencia había sido aniquilada en menos de media hora.
           Ni uno solo de los hombres de Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de morir se llevaron por
           delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser atacado, el supuesto
           coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y ordenó a sus hombres que salieran a
           batirse en la calle. La extraordinaria movilidad y la puntería certera con que disparó sus veinte
           cartuchos  por las diferentes ventanas, dieron la impresión de que el cuartel estaba bien
           resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que dirigió la operación se
           asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo hombre en calzoncillos, muerto, con el


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