Page 51 - García Márquez - Cien años de soledad
P. 51

Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado  de  cuajo.  Tenía  una
           frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario
           con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán
           se quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.
              Miren dónde vino a aparecer este hombre -les dijo el capitán-. Es Gregorio Stevenson,
              Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro
           del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido
           el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar
           su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa
           hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de
           ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto, Pensaba en Santa Sofía
           de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y
           añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba
           en  su  gente  sin  sentimentalismos,  en  un  severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a
           comprender  cuánto  quería  en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del
           consejo de guerra inició su discurso final, antes de que  Arcadio  cayera  en  la  cuenta  de  que
           habrían transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados   no tuvieran sobrados méritos -
           decía el presidente-, la temeridad irresponsable y  criminal  con  que  el  acusado  empujó  a  sus
           subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital.»  En  la  escuela
           desportillada donde experimentó por primera vez la  seguridad  del  poder,  a  pocos  metros  del
           cuarto  donde  conoció  la  incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la
           muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso  la  sensación  que
           experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.
           No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.
              -Díganle a mi mujer -contestó con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de
           Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a
           nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.
              Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué
           arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de
           café  negro.  El  jefe  del  pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era
           mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna
           persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia
           se  desvanecía  con  la  niebla  y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le
           ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de
           flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que  le  reconociera.  En
           efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo
           reaccionar  para  hacerle  a  Arcadio  una  señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la
           misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra
           las encíclicas cantadas de Melquíades y sintió los pasos perdidos de Santa  Bofia  de  la  Piedad,
           virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había
           llamado  la  atención  en  las  fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo! -alcanzó a
           pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios.» Entonces, acumulado en
           un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio
           la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho  y  levantar  la  cabeza  sin
           comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.
              -¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal!



















                                                             51
   46   47   48   49   50   51   52   53   54   55   56