Page 111 - El alquimista
P. 111

EPÍLOGO




                                          El muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la pequeña iglesia
                                       abandonada cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicomoro aún
                                       continuaba en la sacristía, y aún se podían ver las estrellas a través del
                                       techo semiderruido. Recordó que una vez había estado allí con sus
                                       ovejas y que había pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel
                                       sueño.
                                          Ahora ya no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo.
                                          Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Después sacó
                                       del zurrón una botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el
                                       desierto, cuando también había mirado las estrellas y bebido vino con
                                       el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que había recorrido y
                                       en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no
                                       hubiera creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la
                                       gitana, ni al rey, ni al ladrón, ni... «bueno, la lista es muy larga. Pero el
                                       camino estaba escrito por las señales, y yo no podía equivocarme», dijo
                                       para sus adentros.
                                          Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto.
                                       Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicomoro.
                                          «Viejo   brujo -pensaba el muchacho-, lo sabías todo. Incluso
                                       guardaste aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta
                                       iglesia. El monje se rió cuando me vio regresar con la ropa hecha
                                       jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?»
                                          «No -escuchó que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no
                                       habrías visto las Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?»
                                          Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó
                                       cavando. Media hora después, la pala golpeó algo sólido. Una hora
                                       después tenía ante sí un baúl lleno de viejas monedas de oro españolas.
                                       También había pedrería, máscaras de oro con plumas blancas y    rojas,
                                       ídolos de piedra con brillantes incrustados. Piezas de una conquista
                                       que el país ya había olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquista-
                                       dor olvidó contar a sus hijos.


                                                             œ  111   œ
   106   107   108   109   110   111   112