Page 107 - El alquimista
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Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la
                                       historia de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un sueño
                                       que se repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y de
                                       muchos hombres que hicieron lo mismo, que fueron en busca de
                                       tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres de
                                       su época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo aquel
                                       tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.
                                          Cuando se disponía a subir una duna -y sólo en aquel momento-,
                                       su corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un lugar
                                       en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en   ese lugar está
                                       tu tesoro.»
                                          El muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo,
                                       cubierto de estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían
                                       caminado un mes por el desierto. La luna iluminaba también la duna,
                                       en   un juego de sombras que hacía que el desierto pareciese un mar
                                       lleno de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que había
                                       soltado a su caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo
                                       una buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el
                                       silencio del desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan
                                       tesoros.
                                          Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su
                                       corazón dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la
                                       blancura del desierto, erguíanse, majestuosas y solemnes, las Pirámides
                                       de Egipto.
                                          El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber
                                       creído en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un
                                       rey, un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo,
                                       por haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho
                                       entender que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda
                                       Personal.
                                          Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde
                                       lo alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis,
                                       recoger a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el
                                       Alquimista vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje
                                       del Mundo y    sabía transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar
                                       a nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda
                                       Personal había aprendido todo lo que necesitaba y había vivido todo
                                       lo que había soñado vivir.




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