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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal


                                                      LA CAPITALINA



               A Héctor Aguilar Camín
                "No hay absolutamente nada de interés  para el visitante en Campazas." La categórica
            afirmación de la Guide  Bleu arrancó una  pequeña sonrisa a Michelina Laborde, quebrando
            fugazmente  la simetría perfecta de su belleza facial —su "mascarita mexicana", le dijo un
            admirador francés—, esos huesos perfectos de las beldades de México a las que el tiempo parece
            no afectar. Rostros perfectos para la muerte, añadió el galán, y eso ya no le gustó a Michelina.

               Era una mujer joven de gustos sofisticados porque así la educaron, así la heredaron y así la
            refinaron. Pertenecía  a una "vieja familia", pero cien años antes, su educación no habría sido
            demasiado diferente. "Ha cambiado el mundo, nosotros no", decía siempre su abuela quien
            seguía siendo la columna vertebral de la casa. Sólo que antes había más poder detrás de las
            buenas maneras. Había haciendas, tribunales de excepción y bendiciones de la Iglesia. También
            había crinolinas. Era más fácil disimular los defectos físicos que la moda moderna revelaba. Unos
            blue jeans acentúan las nalgas gruesas o las piernas flacas. "Nuestras mujeres tienen la condición
            del tordo", le oyó todavía decir a su abuelo (qepd): "Pata flaca, culo gordo.”

               Se imaginaba con crinolina y se sentía más libre que con pantalón vaquero. ¡Qué bonito
            saberse imaginada, escondida, cruzando las piernas sin que  nadie lo notase, atreviéndose,
            incluso, a no usar nada debajo de la crinolina, recibir el aire fresco y libre en esas nalgas tan
            mentadas, en los intersticios mismos del pudor, sabiendo que los hombres tenían que imaginarla!
            Odiaba la moda top—less en las playas; era enemiga personal del bikini y sólo a regañadientes se
            ponía la minifalda.

               Se ruborizó pensando todo esto cuando la azafata del Gruman se acercó a susurrarle el
            próximo arribo del avión particular al aeropuerto de Campazas. Ella trató de distinguir una ciudad
            en medio del desierto, las montañas calvas y el polvo inquieto. No vio nada. Su mirada le fue
            secuestrada por un espejismo: el río lejano y más allá las cúpulas de oro, las torres de vidrio, los
            cruces de las carreteras como grandes alamares de piedra... Pero eso era del otro lado de la
            frontera de cristal. Acá abajo, la guía de turismo tenía razón: no había nada.

               La recibió don Leonardo, su padrino. Él la había invitado después de conocerla en la capital,
            hacía apenas seis meses.

               —Date una vuelta por mi tierra. Te va a gustar, ahijada. Te mando mi avión privado.

               A ella, para que es más que la verdad, le gustó su padrino. Era un hombre de cincuenta años
            de edad, veinticinco  más que ella, robusto, patilludo, medio calvo, pero con un perfil perfecto,
            clásico, como de emperador romano, y la sonrisa y la mirada necesarias para acompañarlo. Sobre
            todo tenía los ojos de ensoñación que le decían: te he estado esperando mucho tiempo.

               Michelina hubiese rechazado la perfección pura; no había conocido hombre guapérrimo que no
            la decepcionase. Se  sentían más bonitos que ella. La  hermosura les  daba aires de  tiranía
            insoportables. El padrino don Leonardo tenía ese perfil perfecto pero lo desmentían los cachetes,
            la calva, la edad misma... La sonrisa, en cambio, decía, no me tomes muy en serio, soy cachondo
            y vacilador; pero la mirada, otra vez, era de un apasionamiento irresistible, me enamoro en serio,
            le decía, sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices?

               —¿Qué me dices Michelina?

               —Ay padrino, que nos conocimos cuando yo nací, ¿cómo me dice que hace sólo seis me...?


               La interrumpió: —Es la tercera vez que te conozco ahijada. Cada vez me parece la primera.
            ¿Cuántas me faltan?






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