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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal

            envolvían con  amor, ella se movía y bailaba envuelta en sombras, preciosa, papá, es una
            muchacha preciosa...

               —Apenas buena para ti, hijo.


               —Vieras cómo la admiraban todos, cómo me la envidiaban, papá.

               —Se siente bonito, ¿verdad Mariano?, se siente a todo dar que le envidien a uno a su vieja,
            ¿qué pasó, qué pasó, te trató mal?


               —No, ella es muy bien educada, demasiado bien educada, diría yo, todo lo hace bien, luego se
            le nota que es capitalina, que ha viajado, que tiene lo mejor, ¿por qué no la persiguieron a ella las
            luces de la discoteca, por qué a mí...?

               —Pero ella te dejó, ¿no es cierto?

               —No, yo me salí, tomé un taxi gringo, le dejé el chofer con el Mercedes a ella...

               —Te pregunto si te dejó hacer...

               —No, me compré una botella de Jack Daniels, me la bebí de un trago, sentí que me moría,
            tomé un taxi gringo, te digo, crucé de regreso la frontera, no sé muy bien lo que digo...

               —Ella te humilló, ¿no es cierto?

               Le dijo a su padre que no, o quizá que sí, la corrección de Michelina, su corrección lo
            humillaba, su compasión lo ofendía, Michelina era como una monja con hábito de Yves St.
            Laurent, en vez del sulpicio traía una de esas bolsitas de cadena dorada de Coco Chanel, bailaba
            en las sombras, bailaba con las sombras, no con él, a él lo entregaba a los navajazos de la luz
            parpadeante, alba, helada, donde todos lo pudieran ver mejor y reírse de él, sentir repulsión, pedir
            que lo corrieran, estropeaba las fiestas, cómo lo habían dejado entrar, era un monstruo, él sólo
            quiso  reunirse en la sombra con ella,  refugiarse en la individualidad que siempre lo había
            protegido, te juro papá que no quise abusar de ella, sólo le pedí lo que ella misma me estaba
            dando, un poquito de piedad, en sus brazos, con un beso, ¿qué le costaba darme un solo beso?,
            ¿tú sí me das besos, papá, a ti no te espanto?

               Don Leonardo le acarició la cabeza a su hijo, le envidió la cabellera bronceada, leonada, él que
            se había quedado pelón tan pronto. Le besó la frente y lo ayudó a acomodarse en la cama, lo
            acurrucó como cuando era niño, no lo bendijo porque no creía en eso, pero estuvo a punto de
            arrullarlo  con una canción. Le pareció ridículo cantarle  una de cuna. La verdad es que sólo
            recordaba boleros y todos hablaban de hombres humillados, de mujeres hipócritas.

               —Te la cogiste, hijo, ¿verdad que sí?

                4  La fiesta de bienvenida para Michelina fue todo un éxito, sobre todo porque doña Lucila le
            exigió a los hombres de la casa —don Leonardo y Marianito— que se hicieran ojo de hormiga.

               —Váyanse al rancho y no regresen hasta tarde. Queremos una fiesta de puras cuatitas, para
            estar muy a gusto y chismear sabroso.

               Leonardo se armó de paciencia. Sabía que Michelina no iba a aguantar las babosadas que
            decía esta bola de viejas cada vez que se juntaban. Marianito no estaba en condiciones de viajar,
            pero su padre no se lo dijo a Lucila; el chico no se hacía notar nunca, de todos modos, era tan
            discreto, era una sombra... Don Leonardo se fue solo a comer con unos gringos del otro lado de la
            frontera, Cena a las seis de la tarde, qué barbarie. Pero regresó cuando la fiesta estaba en su
            apogeo, sólo que le hizo al joven mozo indígena una seña con el dedo sobre los labios para que
            guardara silencio. De todos modos era un pacuache que no hablaba español y por eso lo






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