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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal

            contrataba siempre doña Lucila, así las señoras podían decir lo que se les ocurriera sin testigos.
            Además, este jovencito indígena era esbelto y bello como un dios del desierto,  no de mármol
            blanco, sino más bien de ébano, y cuando se les subían los jáiboles, las señoras lo desvestían
            colectivamente y lo hacían pasearse desnudo con una bandeja en la cabeza. Eran unas cuatitas a
            todo dar, sin inhibiciones, ¿o qué se creían las capitalinas que nomás por ser del norte ellas eran
            de a tiro nacas? Brincos dieran: si la frontera estaba a un paso aquí nomás, a media hora se
            estaba en un Neiman Marcus, un Saks, un Cartier, ¿de qué les presumían las capitalinas, las
            chilangas condenadas a vestirse en Perisur? Pero mucha discreción —doña Lucila se llevó el
            dedo índice a los labios— que ahí viene entrando la ahijada de Leonardo y dicen que es muy
            presumida, muy viajada y muy chic, como se dice, de manera que pórtense naturales pero no la
            ofendan.

               Era la única sin cirugía facial y se sentó muy sonriente y amable entre la veintena de mujeres
            ricas, perfumadas,  ajuareadas del otro lado de la frontera, enjoyadas, casi todas con las
            cabelleras teñidas de caoba, algunas con anteojos de  fantasía veneciana, otras ensayando
            acuosamente sus pupilentes, pero todas liberadas y si la capitalina quería seguirles la onda, OK,
            pero si resultaba ser una apretada, ni caso le iban a hacer... Ésta era la chorcha de las cuatitas, y
            aquí se bebían licores dulzones porque se subían más rápido y con más sabrosura, como si la
            vida fuese un postre interminable (¿desert? ¿dessert? ¿postre? ¿desierto?, ay qué bolas me
            hago, Lucilita, y es nomás mi primera monjita...). Mezclaban el anís dulce con cubitos de hielo y
            eso daba una monja, una bebida nubosa que se subía rapidito,  como beberse  el cielo,
            muchachas, como emborracharse de nubes: empezaron a cantar, tú y las nubes me traen muy
            locas, tú y las nubes me van a matar...


               Todas rieron y bebieron más monjas y alguien le dijo a Michelina que se animara, que parecía
            una monja sentada allí en el centro de la sala sobre un puf de brocados lilas, toda simétrica, ¿pero
            qué tu ahijada no tiene nada chueco, Lucilita?, oye es sólo ahijada de mi marido, no mía, de todos
            modos, ¡qué perfección, los ojos parejos, la naricita recta, la barbita partida, los labios tan...! Unas
            se rieron apenadas, miraron a Lucila con sonrojo, pero Lucila como si nada, había echado concha,
            las alusiones se le resbalaban  cual agua, ella como si nada aquí celebrando  la ausencia de
            hombres —bueno, salvo el indito ese que no cuenta— y la ahijada de mi marido es muy fina, pero
            muy amable, no me la acomplejen, déjenla ser como es y nosotras somos como somos, que al
            cabo del convento venimos todas, no se olviden, todas pasamos por escuelas de monjas, todas
            nos liberamos un día, de manera que no abochornen a Michelina, pero si ya estamos de regreso
            en el convento, Lucilita, dijo  una  señora de anteojos incrustados de diamantes, solitas, sin
            hombres, ¡pero pensando nomás en ellos!... Esto dio pie a un interminable ping pong sobre los
            hombres, sus maldades, su tacañería, su indiferencia,  su capacidad para evadirse de las
            responsabilidades alegando el exceso de trabajo, su miedo al dolor físico, quisiera ver a un solo
            cabrón de estos parir una sola vez, su poca destreza sexual, en fin, ¿cómo no iban a buscarse
            lovers?, a ver, a ver, qué sabes, Rosalba, no sean de a tiro tarugas, yo sólo sé lo que ustedes me
            cuentan, yo aquí donde me ven, santa, santa mía, y volvieron a cantar otro poquito, y luego otra
            vez se rieron de los hombres ("Ambrosio  está loco, ha obligado a la criada a usar perfume y
            rasurarse los sobacos, ¿tú crees?, la pobre gatita se va a sentir gente decente"; "se hace el muy
            generoso porque tenemos cuenta mancomunada en Nueva York, pero yo ya averigüé de la
            cuenta secreta en Suiza, el número y todo averigüé, seduje al abogado, a ver si conmigo puede el
            codomontano  de Nicolás"; "todos creen que hasta que se mueran nos toca la lana, hay que
            saberse las cuentas de banco y el acceso a las tarjetas de crédito por si un día nos abandonan";
            "yo a mi primer marido le saqué de un jalón cien mil dólares de la tarjeta óptima antes de que se
            diera cuenta"; "tenemos que ver juntos películas porno, porque si no, de plano no pasa lo que te
            dije..."; "que si el señor presidente me llamó, que si el señor presidente  me dijo, me confió el
            secreto, me distinguió con un abrazo, “ya cásense”, —le dije; pero no se atrevieron a encuerar al
            pacuache enfrente de Michelina, que las acompañaba en sus risas amablemente, jugueteando
            con su collar de perlas y asintiendo con gracia a las bromas de las mujeres, perfecta en su
            posición ni de distancia ni de confusión con ellas, temerosa de que todo acabara en el gran
            abrazo colectivo, el desahogo, los sudores, el llanto, el arrepentimiento,  el deseo vibrante y
            suprimido, la admisión terrible: no hay absolutamente nada en Campazas de interés para nadie,
            forastero o lugareño, chilango o norteño... Ay, qué ganas de tomar el Gruman y salir volando a






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