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Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
vivir, ahijada, y ahora se necesita protección, ni modo, hay que defenderse y defender lo propio.
—Qué mas diera yo que vivir con las puertas abiertas, como hacíamos antes en el norte. Pero
ahora hasta los gringos necesitan guardias armados y perros policías. Ser rico es un pecado.
Antes: la mirada de Michelina divagó de su recuerdo de los conventos coloniales mexicanos y
los castillos franceses a la visión real de este conjunto de mansiones amuralladas, mitad
fortalezas, mitad mausoleos, mansiones y capiteles griegos, columnas y esbeltas estatuas de
dioses con hojas de parra; mezquitas árabes con chorritos de agua y minaretes de yeso;
reproducciones de Tara, la plantación de Lo que el viento se llevó, con su pórtico neoclásico. Ni
una teja, ni un adobe, sólo mármol, cemento, piedra, yeso y más rejas, rejas detrás de las rejas,
dentro de las rejas, hacia las rejas, un laberinto enrejado y el zumbido inaudible de las puertas
cocheras abiertas con un hedor de gasolina estancada, orinada involuntariamente por las
manadas de Porsches, Mercedes, BMWs que reposaban como mastodontes en las cuevas de los
garajes.
La casa de los Barroso era Tudor—Normando, con techos de dos aguas, pizarra azul,
mampostería evidente en la fachada y emplomados de colores por doquier. Sólo faltaban la ribera
del río Avon en el jardín y la cabeza de Ana Bolena en un baúl.
Se detuvo el Mercedes, el chofer bajó corriendo, era un dado veloz vestido de azul marino y
cara de mapache, capaz de abotonarse el saco mientras corría a abrirle la puerta del automóvil al
patrón y a la ahijada. Bajaron Michelina y su padrino, éste le dio la mano y la condujo a la entrada
de la residencia, se abrió la puerta, doña Lucila Barroso le sonrió a Michelina, don Leonardo
exageraba, la señora se veía más vieja que él, abrazó a la muchacha, atrás estaba el muchacho,
Marianito, el heredero, que nunca viajaba, que salía muy poco, que ella no conocía, que ya era
tiempo de que lo conociera, un muchacho muy retirado, muy serio, muy formal, muy lector, muy
dado a refugiarse en el rancho a leer día y noche, ya era tiempo de que saliera un poco, ya había
cumplido los veintiún años, esa misma noche la capitalina y el provinciano, la ahijada y el hijo,
podrían irse a bailar del otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, a media hora de aquí,
bailar, conocerse, congeniar, cómo no, no faltaba más...
3 Marianito regresó solo, borracho, llorando. Doña Lucila lo oyó dando traspiés en la escalera
y pensó lo imposible, un ladrón, Leonardo, se nos ha metido un ladrón, no es posible, los
guardias, las rejas. El padrino corrió en bata y encontró a su hijo hincado en un descanso de la
escalera, vomitando. Lo ayudó a levantarse, lo acarició, se le anudó la garganta al padre, el hijo le
manchó de vómito la bonita bata de estampados liberty. Lo ayudó a llegar hasta la recámara
oscura, sin lámparas, como lo había pedido el muchacho desde siempre, mientras el padre
bromeaba: Has de ser gato. Ves en la oscuridad. Te vas a quedar ciego. ¿Cómo le haces para
leer a oscuras?
—¿Qué pasó, hijito?
—Nada, papá, nada.
—¿Qué te hizo? Dime nomás qué te hizo, hijito.
—Nada, papá. Te lo juro. Ella no me hizo nada.
_¿No fue amable?
—Muy amable, papá. Demasiado amable. Ella no me hizo nada. Fui yo.
Fue él. Le dio vergüenza. En el coche ella trató de conversar muy amablemente de libros y
viajes. Por lo menos, el coche era oscuro, el chofer silencioso. La discoteca no. El ruido era
insoportable. Las luces eran crudas, terribles, como navajas blancas y lo perseguían a él,
parecían buscarlo a él, nomás a él, a ella hasta las sombras la respetaban, la deseaban, la
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