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Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
—Ojalá que muchas— dijo ella sin pensar que se iba a sonrojar, aunque nadie se lo iba a notar
porque acababa de pasar diez días en Zihuatanejo y nadie podía distinguir si se ponía colorada o
nada más estaba quemadita por el sol. Pero era una mujer que llenaba el espacio, dondequiera
que estuviera. Coincidía con sus lugares, los hacía más bellos. Un coro de chiflidos machos la
recibía en los lugares públicos, también en el pequeño aeropuerto de Campazas. Pero cuando los
galancetes vieron con quién venía, se impuso un respetuoso silencio.
Don Leonardo Barroso era un hombre poderoso aquí en el norte, pero también en la capital. El
padre de Michelina Laborde la ofreció como ahijada del entonces Ministro por los motivos más
obvios. Protección, ambición, una minúscula parcela de poder.
—¡El poder!
Era risible. El propio padrino se los explicaba cuando estuvo en la capital hace seis meses. La
salud de México ha consistido en que renueva sus élites periódicamente. Por las buenas o por las
malas. Cuando las aristocracias nativas se eternizan, las sacamos a patadas. La inteligencia
social y política del país consiste, más bien, en saber retirarse a tiempo y dejar abiertas las
puertas a la renovación constante. Políticamente, la no reelección es nuestra gran válvula de
escape. Aquí no puede haber Somozas ni Trujillos. Nadie es indispensable. Seis añitos y a su
casa. ¿Robó mucho? Mejor. Es el pago social por saber retirarse y no volver a decir ni mú.
Imagínense que Stalin hubiera durado nomás seis años y entregado pacíficamente el poder a
Trotsky, éste a Kamenev, y éste a Bujarin, etcétera. Hoy sí que la URSS sería la primera potencia
del mundo. En México, ni el rey de España les concedió títulos seguros a los criollos, ni la
república autorizó aristocracias...
—Pero siempre ha habido diferencias —lo interrumpió la abuela Laborde, sentada frente a sus
cajas de curiosidades—. Quiero decir, siempre ha habido gente decente. Me dan risa los que
presumen de aristocracia porfirista, sólo porque duraron treinta años en el poder. ¡Treinta años no
son nada! Cuando nuestra familia vio entrar a los partidarios de Porfirio Díaz a la capital después
de la revolución de Tuxtepec, se horrorizaron: ¿quiénes eran estos greñudos oaxaqueños,
acompañados de unos cuantos abarroteros españoles y alpargateros gabachos? ¡Porfirio Díaz!
¡Corcueras! ¡Limantours! ¡Puro arribista! Entonces la gente decente éramos lerdistas...
La abuelita de Michelina tiene ochenta y cuatro años y sigue tan campante. Lúcida, irreverente
y fundada en el más excéntrico de los poderes. La familia perdió influencia después de la
Revolución, y doña Zarina Ycaza de Laborde se refugió en la curiosa ocupación de coleccionar
triques, chunches y sobre todo revistas. Cuanta muñeca (o muñeco) de moda apareció, tratárase
de Mamerto el Charro o Chupamirto el Peladito, del Capitán Tiburón o Popeye el Marino, ella lo
rescató del olvido, llenando todo un armario de esos popeyes rellenos de algodón, reparándolos,
cosiéndolos cuando las entrañas se les salían.
Tarjetas postales, anuncios de películas, cajetillas de cigarros, cajitas de cerillos, corcholatas
de refrescos, revistas de monos, todo lo acumuló doña Zarina con un celo que desesperaba a sus
hijos y aun a sus nietos, hasta que una compañía norteamericana de memorabilia le compró su
edición completa de las revistas Hoy, Mañana y Siempre por cincuenta mil dólares (cifra redonda)
y todos abrieron los ojos: en sus cajones, en sus armarios, la anciana lo que guardaba era una
mina de oro, la plata del recuerdo, las joyas de la memoria... ¡Era la Zarina de la Nostalgia!, dijo el
nieto más culto.
Se le nublaba la mirada a doña Zarina mirando afuera de la casa a la calle de Río Sena. Si se
hubiera conservado la ciudad como ella conservó la muñeca de la Ratoncita Mimí... Pero de eso
más valía ni hablar. Ella se quedó aquí y asistió a la muerte paradójica de una ciudad que
mientras más crecía más disminuía, como si la ciudad de México fuese, ella misma, un pobre ser
que nació, creció y, fatalmente, se murió... Volvió a clavar las narices en los tomos coleccionados
de Chamaco Chico y no esperó que nadie escuchara, o entendiera, su lapidaria frase: —Plus ça
change, plus c'est la méme chose...
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