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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal


               La familia se refugió en el Servicio Diplomático para ganarse la vida con decencia y mantener
            sus costumbres, su cultura y aun, ilusoriamente, sus blasones. En París, el padre de Michelina fue
            comisionado para acompañar al entonces joven diputado Leonardo Barroso y con cada copa de
            Borgoña, con cada comilona en el Grand Véfour, con cada excursión a los castillos del Loira, la
            gratitud de don Leonardo hacia el agregado diplomático  de vieja familia fue creciendo hasta
            extenderse, primero a su esposa y en seguida a su hija recién nacida. No lo pidieron ellos; lo
            ofreció él mismo:

                —Déjenme ser padrino de la chamaca.

               Michelina Laborde e Ycaza: la capitalina. Ustedes la conocen de tanto aparecer en las páginas
            a colores de los periódicos. Un rostro clásico de criolla, piel blanca pero con sombra mediterránea,
            oliva y azúcar refinada, simetrías perfectas de los ojos largos, negros, protegidos por párpados de
            nube y una ligerísima borrasca de las ojeras; simetría de la nariz recta, inmóvil, y vibrante sólo en
            las aletas inquietas e inquietantes, como si un vampiro tratase de escapar de la noche encerrada
            dentro de ese cuerpo luminoso. También los pómulos, en apariencia frágiles como una cáscara de
            codorniz detrás de la piel sonriente, intentaban abrirse más allá del tiempo de la piel, hacia la
            calavera perfecta. Y por último, la luenga cabellera negra de Michelina, flotante, lustrosa, olorosa
            a jabón más que a laca, era, fatalmente, el anuncio estremecedor  de sus demás pilosidades
            ocultas. Todo lo dividía, cada vez, la barba partida, la honda comilla del mentón, la separación de
            la piel...

               Todo esto lo pensó don Leonardo cuando la vio ya crecidita y se dijo en seguida: —La quiero
            para mi hijo.

                2      Viajada, guapa, sofisticada,  la capitalina miró sin asombro los rasgos de la ciudad de
            Campazas.  Su plaza central polvorienta  y una iglesia humilde pero orgullosa, de paredes
            deshechas y portada erguida, labrada, proclamante: hasta aquí llegó el barroco, hasta el límite del
            desierto. Hasta aquí nada más. Mendigos y perros sueltos.

               Mercados mágicamente nutridos y bellos, altoparlantes ofreciendo baratas y arrullando boleros.
            El imperio del refresco: ¿hay un país que consuma mayor cantidad de aguas gaseosas? Humo de
            cigarrillos negros, ovalados, fuertemente tropicales. Olor de cacahuate garapiñado.

               —No te extrañes del aspecto de tu madrina —le iba diciendo don Leonardo como para distraer
            la atención de la fealdad del pueblo—. Decidió darse una restiradita, tú sabes. Hasta Brasil se fue,
            con el famoso Pitanguy. Cuando regresó, no la reconocí.

               —No la recuerdo muy bien —sonrió Michelina.

               —Estuve a punto de devolverla. "Ésta no es mi mujer, de ésta yo no me enamoré...”


               —No la puedo comparar— dijo Michelina con un involuntario tono de celo.

               Él se rió pero Michelina volvió a pensar en la moda de ayer, en la crinolina que disimulaba el
            cuerpo y el velo que escondía el rostro, lo hacía misterioso y hasta deseable. Las luces antiguas
            eran bajas. La vela y el velo... Había demasiadas monjas en la historia de su familia y pocas
            cosas exaltaban la imaginación de Michelina más que la vocación del encierro voluntario y, una
            vez dentro, amparada, la liberación de los poderes de la imaginación; a quién querer, a quién
            desear, a quién rezarle, de qué cosas confesarse... A los doce años, quería encerrarse en algún
            viejo convento colonial, rezar mucho, azotarse, darse baños de agua fría y rezar más: Quiero ser
            siempre niña. Virgencita, ampárame, no me hagas mujer...

               El chofer pitó frente a una reja inmensa, de hierro forjado, como ella las había visto en películas
            sobre Hollywood a la entrada de los estudios, y sí, le dijo el padrino, aquí nuestro barrio lo llaman
            Disneylandia, la gente de aquí del norte es muy choteadora, pero en alguna parte tenemos que






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