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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal

               —¿No se dejará ver la cara?

               —Dicen que es chulísima.

               Las voces se acallaron. El juez dijo las palabras acostumbradas y leyó una versión abreviada
            de la epístola de Melchor Ocampo. Deberes. Derechos. Apoyos. Todo compartido, la salud y la
            enfermedad,  la alegría y el dolor, el lecho, el tiempo, los tiempos. Los cuerpos. Las miradas.
            Firmaron los testigos. Firmaron los novios. Don Leonardo levantó el velo de Michelina y acercó la
            cara de Mariano a la de su novia. Michelina no pudo controlar el gesto de asco. Entonces
            Leonardo los besó a los dos. Primero tomó entre las manos el rostro de su hijo y acercó los labios
            que Michelina tanto apreciaba, cachondos y vaciladores, al labio de su hijo Mariano, lo besó con lo
            mismo que Michelina atribuyó a la mirada del padre: Me enamoro en serio, sé pedirlo todo porque
            también sé darlo todo...

               Los labios se separaron y don Leonardo le acarició la cabeza a su hijo, lo besó en ese labio
            espantoso, Normita, mientras doña Lucila palidecía y se quería morir y luego, haciendo gala de su
            audacia y de su personalidad —por algo es Leonardo Barroso— con la baba del hijo en la boca,
            fue él quien levantó de nuevo el velo caído de la novia —¡una preciosidad,  Rosalba, tenías
            razón!— y le plantó un beso largo y terrible, hija, que de suegro (o de padrino) francamente no
            tenía nada.

               ¡Qué mañanita, les digo, qué mañana!, ¡por nada nos la perdemos! ¡Campazas nunca será la
            misma después de estas bodas!


               El Lincoln convertible, esta vez encapotado, cruzó rápidamente el desierto vespertino, frío y
            silencioso, llenándolo de rumor de llantas y motor, espantando a las liebres que salían saltando
            lejos de la carretera recta, la línea ininterrumpida hasta la frontera, a romper el ilusorio cristal de la
            separación, la membrana de vidrio entre México y los Estados Unidos y seguir corriendo por las
            supercarreteras del norte hasta la ciudad encantada, la tentación del desierto, iluminada, brillante,
            llena de Neiman—Marcus y Saks y Cartier y Marriotts donde los esperaba a los novios la suite de
            lujo, con champaña y canastas de frutas, salón, espaciosos closets, recámara con cama king size,
            muchos espejos donde admirar a Michelina, un baño de mármoles color de rosa donde bañarse
            con ella, enjabonarla, acariciarla, ruborizarla —tenía las nalgas más grandes de lo que parecía,
            las piernas más flacas, la condición del tordo—, ay mujer de ojos borrascosos, naricilla inmóvil y
            aletas nerviosas por donde se te escapa la noche, labios divididos, húmedos, por donde mi lengua
            se pierde sin encontrar barreras de coral ni cuevas de estalactita  ni bóvedas góticas
            despedazadas,  sólo el cosquilleo de tu barbilla dividida, preciosa mía, el anuncio de tus otras
            duplicidades, las que ahora acaricio lentamente, para que nada se gaste entre nosotros, para que
            todo dure en medio de la expectativa, la sorpresa, el deseo de más, y más, sí padrino, dame más,
            ya nada nos separa, padrino, tú me lo dijiste, ¿te acuerdas?, cada vez que me veas quiero que
            sea la primera, ay Leonardo, es que me enamoré de tus ojos porque me decían tantas cosas.

               —Sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices, mi chilanga?

               —Eso mismo, padrino, eso...

               Entró por la ventana entreabierta una canción en la voz de Luis Miguel, "Me haces falta, mucha
            falta; no sé tú"... Cómo iban a saber Leonardo y Michelina que esa música venía desde un rancho
            de indios borrados, pacuaches,  donde Mariano leía libros y escuchaba música y se extasiaba
            adivinando el canto de los pájaros a las cuatro de la mañana. Esa madrugada, pasó un jet por los
            cielos y los pájaros se callaron para siempre. Ella ya no estaba...















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