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Carlos Fuentes                                                         La Frontera de Cristal

               —No, yo no.

               —Tú —le dijo Michelina—. Tú eres lo que yo quiero.

               Lo besó con esos labios perfectos y él sintió en su propia barba rasurada pero renaciente a esa
            hora, la hondura de la barbilla partida de Michelina. Él se hundió en la boca abierta de su ahijada,
            como si toda la luz no tuviera más origen que esa lengua, esos dientes, esa saliva. Cerró los ojos
            para besar y vio toda la luz del mundo. Pero no soltó la dirección. Sus dedos tenían voz y gritaban
            por acercarse al cuerpo de Michelina, hurgar entre sus botones, encontrar y acariciar y poner de
            pie los pezones, la siguiente simetría de esta beldad perfecta.

               La besó largamente,  explorando con su lengua el paladar de la muchacha,  perfectamente
            formado, sin hendedura, y entonces Dios y el Demonio, aliados otra vez, le hicieron sentir que
            besaba a su propio hijo, que la lengua del padre se hería y sangraba en la hendedura filosa del
            paladar roto como una barrera de corales, que la suavidad del labio de Michelina era brutalmente
            sustituida por la carnosidad abultada, irritada, rojiza, herida, emplastada de mucosidades, drenada
            por salivas gruesas, de su propio hijo.

               ¿Esto sintió ella cuando él se la cogió anoche, sin quererlo confesar? ¿Por qué le decía ella
            ahora que lo quería a él, el padre, si era transparente que ella estaba aquí para seducir al hijo
            incapaz de seducir a nadie? ¿No estaba ella aquí para concluir  el pacto de las familias,  la
            protección ilimitada que el poderoso político Leonardo Barroso le había dado a la empobrecida
            familia Laborde e Ycaza, agradeciendo unos días maravillosos en París, los vinos, los restoranes,
            los monumentos? ¿Para esto valía la pena vivir, trabajar, hacerse rico? París era la recompensa y
            ahora París era ella, ella encarnaba al mundo, Europa, el buen gusto, y él le estaba ofreciendo el
            complemento de su elegancia y belleza, el dinero sin el cual ella muy pronto dejaría de ser
            elegante y bella, sólo una aristócrata excéntrica, como su anciana abuela, encorvada sobre las
            curiosidades coleccionables del pasado...


               La invitaba a concluir el pacto. La apadrinó para distinguir a su familia. Ahora le ofrecía a su
            hijo en matrimonio. El broche de oro.

               —Pero si yo ya tengo un novio en la capital. Leonardo miró fijamente hasta perder sus propios
            ojos en el desierto.

               —Ya no.

               —No te miento, padrino.

               —Todo se puede comprar. Ese mequetrefe se interesaba más en la lana que en ti.

               —Lo hiciste por mí, ¿verdad? Tú también me quieres, ¿no es cierto?


               —No entiendes. No entiendes nada.

               Por su cabeza pasó la raya invisible de la frontera y su promesa. En los hoteles de lujo del otro
            lado lo conocían, no le pedían identificación o maletas para alquilarle la suite más lujosa, por una
            noche o por unas horas, enviarle el canasto de frutas y la champaña helada antes de que saliera
            del elevador. Un salón. Una recámara. Un baño. Los dos duchándose  juntos, enjabonándose,
            acariciándose...

               Leonardo encendió el motor, le dio media vuelta al Lincoln y arrancó de regreso a Campazas.

                  La abuela doña Zarina estuvo de acuerdo con su nieta. Michelina se casaría vestida a la
            antigua, con ropajes auténticos que la anciana, naturalmente, había venido coleccionando a lo
            largo de las generaciones. La muchacha podía escoger.







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