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Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
Vail ahoritita mismo, ¿para qué, para encontrarse con más mexicans insatisfechos, aterrados de
que todo el dinero del mundo no sirva estrictamente para un carajo porque siempre hay algo más,
y más, y más, inalcanzable, ser la reina de Inglaterra, ser el sultán de Brunei, ser un cuero como
Kim Basinger o tener un cuero como Tom Cruise? Estallaron en carcajadas e imitaron los
movimientos de los esquiadores, pero no estaban en las cumbres de Colorado, sino en el desierto
del norte de México, que estalló repentinamente en el firmamento al ponerse el sol y pasó por las
ventanas emplomadas de la mansión Tudor—Normanda, iluminando los rostros de las veinte
mujeres, pintándolas de rojo luciferino, cegándoles los pupilentes y obligándolas a todas a mirar el
espectáculo diario del sol desapareciendo en medio del fuego, llevándose al inframundo todos sus
tesoros, exhibiéndolos por última vez entre las montañas calvas y las llanuras pedregosas,
dejando sólo los nopales como coronas de la noche, llevándoselo todo, la vida, la belleza, la
ambición, la envidia, la fortuna, ¿volverá a salir el sol?
Todas las miradas se concentraron en la puesta del sol. Salvo dos. Leonardo Barroso lo miraba
todo detrás de una cortina carmesí. Michelina Laborde e Ycaza lo miraba a él hasta que él la miró
a ella.
Las dos miradas se reunieron en el exacto instante en que nadie tenía interés en ver a dónde
miraba la capitalina ni averiguar si Leonardo había regresado. Las veinte mujeres veían en
silencio la puesta del sol como si asistieran, llorando, a sus propios funerales.
Entonces entró la tambora norteña, aquello se llenó de hombres de stetson y chamarra, se
rompió el encanto, todas aullaron de gusto y ni se dieron cuenta cuando Michelina pidió permiso,
se dirigió hasta la cortina y entre sus pesados pliegues encontró la mano ardiente de su padrino.
5 Sólo Lucila oyó con qué estruendo desesperado, con qué chirriar de ruedas arrancó desde
el garaje el Lincoln convertible pero no le prestó importancia porque por más que corriese, el
automóvil nunca alcanzaría los límites del horizonte rojo. Esto le pareció a la señora Barroso una
bonita idea poética, "nunca alcanzaremos el horizonte", pero no tenía palabras para
comunicársela a sus cuatitas que por lo demás ya estaban bien pedas. Quizás sólo imaginó un
ruido de motor y no era más que el eco del guitarrón en su cabecita loca.
Leonardo no estaba borracho. Su horizonte tenía un límite: la frontera con los Estados Unidos.
El aire de la noche súbita lo despejó aún más, le aclaró las ideas y la mirada. Manejaba con una
mano. Con la otra, apretaba la de Michelina. Le dijo que le apenaba tener que decirlo, pero ella
debía comprender que tendría cuanto quisiera, no quería alardear, pero para ella sería todo el
dinero, todo el poder, ahora sólo veía el desierto encuerado, pero su vida podía ser como esa
ciudad encantada del otro lado de la frontera, torres de oro, palacios de cristal...
Sí, le dijo ella, lo sé, lo acepto.
Leonardo frenó bruscamente, saliéndose de la recta carretera del desierto. A lo lejos, los
vigilaban los túmulos de piedra catedralicia, ahora dibujados como frágiles siluetas de papel en el
atardecer.
La miró como si él también pudiese leer en la oscuridad. Los ojos de la muchacha brillaban
suficientemente. Al menos eso tendrían en común Marianito su hijo y ella, el don de penetrar la
oscuridad, de mirar en la noche. Quizás sin esa penumbra no habría visto claramente lo que
reconoció en los ojos de su ahijada. La luz del día habría cegado las miradas, es cierto. Se
requería la noche para ver claro el alma de esta mujer.
Sí, le dijo, lo sé y acepto.
Leonardo se sujetó con todas sus fuerzas a la dirección del Lincoln inmóvil como si se aferrase
a la roca de su ser más íntimo. El dinero era él. El poder era él. El amor deseado, se dio cuenta,
era el suyo.
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