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Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
Él no tuvo la culpa de que dentro de su boca viviera una liebre ciega, peluda, veloz y voraz,
anidada para siempre sobre su lengua.
7 El día de la boda, Michelina entró a la sala de la mansión Tudor—Normanda con su
hermoso vestido antiguo de crinolina, zapatillas de raso blanco sin tacón y un espeso velo blanco
que ocultaba completamente sus facciones. Lo ceñía una corona de azahar. Iba del brazo de su
padre, el embajador retirado don Herminio Laborde. La madre de Michelina no se sintió dispuesta
a hacer el viaje hasta el norte (las malas lenguas dijeron que desaprobaba el matrimonio pero no
tenía manera de impedirlo). La abuela, aunque anciana, hubiese viajado con gusto.
—Yo ya he visto todas las cruzas imaginables, y una más, aunque sea entre tigresa y gorila, no
me va a asustar, menos entre paloma y conejo.
Sus achaques no le permitieron viajar; estaba presente de alguna manera en la crinolina, en el
velo... Doña Lucila pasó un mes entero en Houston, ajuareándose como si la novia fuese ella y
hoy parecía una confección de pastelería. Encarnaba el mismísimo pastel de novios: triangulada
como una pirámide de crema, la coronaba una cereza de sombrero, su pelo era una delicia de
caramelo, su rostro un gran merengue sonriente, sus pechugas un oleaje de crema chantilly, y
luego el vestido drapeado como una mortaja tenía los tonos de la jalea de zarzamora vertida
sobre una masa de mazapán.
No le dio, en cambio, el brazo a su hijo Mariano. Fue el propio Leonardo Barroso quien abarcó
las espaldas de Mariano con un amplio abrazo. El joven vestía sencillamente, de gabardina beige
con camisa azul y corbata de alamares. Su esposa no se apoyaba en su hijo, sino en la fiesta, la
multitud de amigos, conocidos, curiosos que asistían a la boda del hijo de uno de los hombres
más poderosos etcétera. Tierras, aduanas, fraccionamientos, la riqueza y el poder que dan el
control de una frontera ilusoria, de cristal, porosa, por donde circulan cada año millones de
personas, ideas, mercancías, todo (en voz baja, contrabando, estupefacientes, billetes falsos...)
¿Quién no tenía que ver, o dependía de, o aspiraba a servir a, don Leonardo Barroso, zar de la
frontera norte? Qué desgracia de hijo. Todo se tiene que compensar en esta vida. El hijo lo
humaniza. Pero la capitalina de plano se vendió, no me digas que no. La humanidad se compra,
don Enrique. O la compraventa se humaniza, don Raúl.
Aunque por esos años ya se le habían hecho todas las concesiones posibles a la Iglesia
católica, don Leonardo Barroso mantenía su jacobinismo liberal, la vieja tradición de la reforma y
la revolución mexicanas.
—Soy liberal pero respeto la religión.
En su recámara, para horror de doña Lucila, tenía una reproducción del Guernica de Picasso,
en vez del Sagrado Corazón de Jesús. —¡Qué monos más feos! Hasta un niño dibuja mejor—.
Por fortuna, para estas fechas la pareja dormía en recámaras separadas, de manera que cada
uno tenía su propio icono sobre la cabecera: Pablo y Jesús, unidos por la visión del sacrificio, la
muerte y la redención. Don Leonardo no pisaba iglesias y centró la ceremonia nupcial en el
aspecto civil y en su casa, nomás eso faltaba. Sin embargo, el atuendo de la novia le imponía al
acto una misteriosa severidad, más que eclesiástica, sagrada.
—¿Será bruja?
—No hombre, es una de esas chilangas ensoberbecidas que nos vienen a tratar de apantallar
a los provincianos.
—¿Será la última moda?
—De la polilla, vieja, de la polilla.
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