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Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
Una crinolina, dijo la joven, siempre soñé con una crinolina, para que todos me adivinen, me
imaginen y no sepan claramente cómo es la novia. Entonces, dijo alegremente la abuela, te hace
falta un velo.
Se puso una noche su ropa de novia, la crinolina y el velo, y se acostó a dormir sola por última
vez. Se soñó en un convento, paseándose entre patios y arcadas, capillas y corredores, mientras
las demás monjas, acorraladas, se asomaban como animales entre las rejillas de sus celdas, le
gritaban obscenidades porque se iba a casar, porque prefería el amor de un hombre a los
esponsales con Cristo, la injuriaban por faltar a su voto, por salirse de su orden, de su clase.
Entonces Michelina trataba de huir de su sueño, cuyo espacio era idéntico al del convento,
pero todas las monjas, congregadas frente al altar, le impedían el paso; las criadas negras les
arrancaban los hábitos a las hermanas, las desnudaban hasta las cinturas y las monjas pedían a
gritos los azotes para suprimir el diablo de la carne y darle el ejemplo a Sor Michelina; otras
menstruaban impúdicamente sobre las losas y luego lamían su propia sangre y hacían cruces con
ella sobre la piedra helada; otras más se acostaban al lado de los Cristos yacentes, llagados,
heridos, espinados, y aquí el sueño de Michelina en la ciudad de México se unía al de Mariano en
la recámara sin luces de Campazas, pues el muchacho también soñaba con uno de esos Cristos
dolorosos de las iglesias mexicanas, más dolorosos que sus Madres las Vírgenes, recostado el
Hijo dentro de un féretro de cristal, rodeado de flores empolvadas, él mismo convirtiéndose en
polvo, desapareciendo en su viaje de regreso al espíritu, dejando sólo el testimonio de unos
clavos, una lanza, una corona de espinas, un trapo mojado de vinagre... ¡Qué ganas de dejar
atrás las miserias del cuerpo pasajero!
Qué solo el Cristo, y cómo lo envidiaba él. Si a Cristo adolorido, befado, herido, lo dejaban en
santa paz, ¿por qué no a él, que sólo quería vivir en el rancho de sus padres, leyendo todo el día,
sin más compañía que esos indios naturales e indiferentes a las perversiones de la naturaleza,
que algunos llamaban pacuaches y otros "indios borrados", como él, indios invisibles, seres
miméticos de ese gran lienzo de imitaciones y metamorfosis que es el desierto? ¿Estaba más
encerrado, más aislado él en el rancho del desierto que su familia en Disneylandia, sin ningún
contacto con Campazas, con el país, ignorando cuanto ocurre del otro lado de sus altos muros,
consumiendo pura cosa importada, mirando pura televisión por cable, tan encerrados como él?
¿Por qué le negaban su soledad, su aislamiento, si era inferior a los de ellos: él que leía tanto,
cosas tan hermosas, mundos tan perfectos como su imaginación los quería, pasados infinitamente
novedosos, futuros adivinados ya, ya gozados?
Soñó con una liebre.
Una liebre es un cuadrúpedo salvaje de orejas largas y cola corta.
Su pelo es rojizo y sus crías nacen peludas.
Sus patas son más largas que las del conejo. Corre muy rápido porque es muy tímido.
No hurga como otros de su especie: anida, busca un espacio estable, tibio, respetado, donde lo
dejen estar.
Es mamífero. Nace de la leche, la desea de vuelta, quiere mamar en la oscuridad, ser
mamado, en un nido, sin sobresaltos, sin nadie que lo observe gozar...
No había una sola mujer en el mundo que soportara su deseo. Mariano sólo quería vivir
finalmente, físicamente, donde siempre quiso vivir en la voluntad y vivió siempre en el espíritu. En
una ranchería. Con poco dinero, muchos libros y unos indios borrados, silenciosos como él. Solo,
porque no había una sola mujer en el mundo que eclipsara todo el espacio, salvo la recámara
donde el espacio y la presencia coincidían. ¿Era ella Michelina? ¿Ella respetaría su soledad?
¿Ella lo liberaría para siempre de la ambición, la herencia, el deber social, la necesidad de
mostrarse en público?
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