Page 25 - La muerte de Artemio Cruz
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Artemio Cruz. Así se llamaba, entonces, el nuevo mundo surgido de la guerra civil;
así se llamaban quienes llegaban a sustituirlo. Desventurado país —se dijo el viejo
mientras caminaba, otra vez pausado, hacia la biblioteca y esa presencia indeseada pero
fascinante—; desventurado país que a cada generación tiene que destruir a los antiguos
poseedores y sustituirlos por nuevos amos, tan rapaces y ambiciosos como los
anteriores. El viejo se imaginaba a sí mismo como el producto final de una civilización
peculiarmente criolla: la de los déspotas ilustrados. Se deleitaba pensándose como un
padre, a veces duro, al cabo proveedor y siempre depositario de una tradición del buen
gusto, de cortesía, de cultura.
Por eso le había llevado a la biblioteca. Allí era más evidente el carácter venerable
—casi sagrado— de lo que don Gamaliel era y representaba. Pero el huésped no se dejó
impresionar. No escapó a la perspicacia del viejo, mientras reclinaba la cabeza contra el
respaldo de cuero y entrecerraba los ojos para ver mejor a su contrincante, que este
hombre acarreaba una nueva experiencia, forjada a martillazos, acostumbrada a jugarlo
todo porque nada tenía. No mencionó siquiera las verdaderas razones de su visita. Don
Gamaliel aceptó que era mejor así: quizás el recién llegado comprendía las cosas con
tanta sutileza como él, aunque sus motivaciones fueran más poderosas: la ambición —el
viejo sonrió al recordar ese sentimiento, para él sólo palabra—; el impulso inmediato a
cobrar los derechos ganados con el sacrificio, la lucha, las heridas: esa cicatriz de sable
en la frente. No lo pensaba a solas don Gamaliel: en los labios silenciosos y en la
mirada elocuente del otro estaba escrito lo que el anciano, jugueteando con la lupa,
sabía leer.
El extraño no movió un dedo cuando don Gamaliel se acercó al escritorio y extrajo
aquel papel: la lista de sus deudores. Mejor. Por este camino, se entenderían bien; acaso
no sería necesario mencionar esos asuntos tan molestos, acaso todo se resolvería por
caminos más elegantes. El joven militar ha comprendido pronto el estilo del poder, se
repitió don Gamaliel, y este sentimiento de herencia facilitó los amargos trámites a los
que la realidad le obligaba.
—¿No vio usted cómo me miraba? — gritó la muchacha cuando el huésped dio las
buenas noches—.¿No se dio usted cuenta de su deseo... de la porquería de esos ojos?
—Sí, sí el viejo —calmó con las manos a su hija—. Es natural. Eres muy hermosa,
¿sabes?, pero has salido poco de esta casa. Es natural.
—¡No saldré nunca!
Don Gamaliel encendió lentamente el puro que le teñía de amarillo los espesos
bigotes y el arranque de la barba en el mentón. —Pensé que entenderías.
Meció lentamente el sillón de mimbre y miró hacia el firmamento. Era una de las
últimas noches de clima seco, de cielo tan despejado que, guiñando los ojos, podía
percibirse el color verdadero de las estrellas. La muchacha ocultó las mejillas
encendidas entre las manos.
—¿Qué le dijo el Padre? ¡Es un hereje! Es un hombre sin Dios, sin respeto... ¿Y
usted cree el cuento que inventó?
—Calma, calma. Las fortunas no siempre se crean a la sombra de la divinidad.
—¿Cree usted ese cuento? ¿Por qué murió Gonzalo y no este señor? Si los dos
estaban condenados en la misma celda, ¿por qué no están muertos los dos? Yo lo sé, yo
lo sé: no es cierto lo que nos ha venido a contar; ha inventado este cuento para
humillarlo a usted y para que yo...
Don Gamaliel dejó de mecerse. ¡Tan bien que se iban resolviendo las cosas, tan
tranquilamente! Y ahora, de la intuición de la mujer, surgían los argumentos que el
viejo ya había imaginado, medido y deshechado por inútiles.
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