Page 28 - La muerte de Artemio Cruz
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Tengo que calmarla con una mano y ella recoge el periódico. No; me siento
contento, dueño de una burla gigantesca. Quizás. Quizás un golpe maestro sería dejar un
testamento particular para que lo publique el periódico, en el que relate la verdad de mi
proba empresa de libertad informativa... No; por andarme excitando, me regresa la
punzada al vientre. Trato de alargar la mano hacia Teresa, pidiéndole alivio, pero mi
hija se ha vuelto a perder en la lectura del diario. Antes, he visto el día apagarse detrás
de los ventanales y he escuchado ese rumor piadoso de las cortinas. Ahora, en la
penumbra de la recámara de techos repujados y closets de encino, no puedo distinguir
muy bien al grupo más lejano. La recámara es muy grande, pero ella está allí. Debe de
estar sentada rígidamente, con el pañuelo de encaje entre las manos y la tez despintada y
quizás no me escuche cuando murmuro:
—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
Sólo me escucha este extraño al que jamás he visto, con sus mejillas rasuradas y sus
cejas negras, me pide un acto de contrición mientras yo pienso en el carpintero y la
virgen y me ofrece las llaves del cielo.
—¿Qué diría usted... en un trance así...?
Lo he sorprendido. Y Teresa lo tiene que estropear todo con sus gritos:
—¡Déjelo, Padre, déjelo! ¡No ve que nada podemos hacer! Si es su voluntad
condenarse, y morir como ha vivido, frío y burlándose de todo...
El sacerdote la aleja con un brazo y acerca sus labios a mi oreja: casi me besa. —No
tienen por qué escucharnos.
Y yo logro gruñir:
—Entonces tenga valor y córralas a todas las viejas.
Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y
Padilla se acerca, pero ellas no quieren.
—No, licenciado, no podemos permitirlo.
—Es una costumbre de muchos años, señora.
—¿Usted se hace responsable?
—Don Artemio... Aquí le traigo lo grabado esta mañana...
Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este
Padilla.
—El enchufe está junto al buró.
—Gracias.
Sí, cómo no, es mi voz, mi voz de ayer —¿ayer, esta mañana? ya no distinguiré— y
le pregunto a Pons, mi jefe de redacción —ah, chilla la cinta; ajústala bien, Padilla,
escuché mi voz en reserva: chilla como una cacatúa—: allí estoy:
«—¿Cómo ves la cosa, Pons?
»—Fea, pero fácil de resolver, por el momento.
»—Ahora sí, echa para adelante el periódico, sin paliativos. Pégales duro. No te
guardes nada.
»—Tú mandas, Artemio.
»—Menos mal que el público está bien preparado.
»—Son tantos años de estar insistiendo.
»—Quiero ver todos los editoriales y la primera plana... Búscame en mi casa, a la
hora que sea.
»—Ya sabes, todo va por la misma línea. Se descara la conjura roja. Infiltración
exótica ajena a las esencias de la Revolución mexicana...
»—¡La buena de la Revolución mexicana!
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