Page 27 - La muerte de Artemio Cruz
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esas tierras a los campesinos, que al fin son tierras de temporal y les rendirán muy poco.
Vamos parcelándolas para que sólo puedan sembrar cultivos menores. Ya verá usted
que en cuanto tengan que agradecernos eso, dejarán a las mujeres encargadas de las
tierras malas y volverán a trabajar nuestras tierras fértiles. Mire no más: si hasta puede
usted pasar por un héroe de la reforma agraria, sin que le cueste nada.
El anciano lo observó, divertido, con una sonrisa oculta por el vello grueso de la
barba: —¿Ya habló usted con ella?
—Ya hablé...
Ella no pudo contenerse. La barbilla le tembló cuando él acercó la mano y trató de
levantar el rostro de ojos cerrados. Tocaba por primera vez esa piel lisa, disuelta en
crema, frutal. Y los acompañaba el olor penetrante de las plantas del patio, hierbas
sofocadas de humedad, olor de tierra podrida. La quería. Supo, al tocarla, que la quería.
Debía hacerle comprender que su amor era real, aunque las apariencias lo desmintieran.
Podía amarla como amó otra vez, la primera vez: se sabía dueño de esa ternura probada.
Volvió a tocar las mejillas calientes de la muchacha: su rigidez, al sentir esa mano
desconocida sobre la piel, no bastó para dominar las lágrimas apretadas que se le salían
entre los párpados.
—No te quejarás; no tendrás razón para quejarte —murmuró el hombre, acercando
el rostro a los labios que esquivaban el contacto—. Yo sé cómo quererte...
—Debemos agradecerle... que se haya fijado en nosotros —respondió ella con su
voz más baja.
Él abrió la mano para acariciar la cabellera de Catalina.
—Lo entiendes, ¿verdad? Vas a vivir a mi lado; debes olvidar muchas cosas...
Prometo respetar tus cosas... Tú debes prometerme que nunca más...
Ella levantó la mirada y angostó los ojos con un odio que nunca había sentido antes.
La saliva se le secó en la boca. ¿Quién era este monstruo?; ¿quién era este hombre que
todo lo sabía, que todo lo tomaba y que todo lo quebraba?
—Calla... —dijo la muchacha y se libró de la caricia.
—Ya hablé con él. Es un muchacho débil. No te quería de verdad. Se dejó espantar
en seguida.
La muchacha se limpió con la mano las partes del rostro tocadas por él.
—Sí, no es fuerte como tú... no es un animal como tú...
Quiso gritar cuando él la tomó del brazo, sonrió y apretó el puño:
—El tal Ramoncito se va de Puebla. No lo volverás a ver nunca más...
La soltó. Ella caminó hacia las jaulas coloradas del patio: ese trino de los pajarillos.
Una a una, mientras él la contemplaba sin moverse, fue abriendo las rejas pintadas. Un
petirrojo se asomó y emprendió el vuelo. El cenzontle se resistía, acostumbrado a su
agua y su alpiste. Ella lo posó sobre el dedo meñique, le besó un ala y lo lanzó al vuelo.
Cerró los ojos cuando el último pájaro voló y dejó que este hombre la tomara, la
encaminara a la biblioteca donde don Gamaliel esperaba, otra vez sin prisa.
YO siento que unas manos me toman de las axilas y me levantan para acomodarme
mejor contra los almohadones suaves y el lino fresco es como un bálsamo para mi
cuerpo ardiente y frío; siento esto pero al abrir los ojos veo enfrente de mí ese periódico
abierto que oculta el rostro del lector: pienso que Vida Mexicana está allí, estará todos
los días, saldrá todos los días y no habrá poder humano que lo impida. Teresa —es la
que lee el periódico— lo suelta con alarma.
—¿Le pasa a usted algo? ¿Se siente mal?
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